martes, 13 de diciembre de 2011
Other Truths
lunes, 5 de diciembre de 2011
Baños
Un tal Julio
jueves, 1 de diciembre de 2011
Un día antes de diciembre
Si vieras.
Dos semanas de temporal
borraron la huella ocre
de las macetas
L. Chaves
Se pone mi abrigo. Toma con sus brazos el interior del día y de mi saco negro, ese cobijo agotado por todos los días en que desisto de la cama, y salgo a la calle a enfermarme.
Ella inclina su cabeza en ángulos imprecisos e inseguros hasta tocar con su oreja mi hombro, que le agradece. Estamos en un pasillo de una universidad de pasillos. Nos podemos ver, podemos notar cosas graciosas y secretas en el cuerpo del otro. Un lunar mal acomodado, unos labios que parecieran pequeños, pero que no lo son, una gran mirada indefinida, con paredes en todas partes.
Es una tarde de Diciembre, en Noviembre. Rompemos los bordes, pasamos de algo que parecía una visita guiada, a dos nativos que se han conocido en un sueño. Estamos cerca, como Noviembre tocando la mano de Diciembre, en una tarde en que no hace tanto frío, pero donde alguien se pone un abrigo más e investiga los olores que la otra persona puede traer.
Entre nosotros, la gente. Mucho espacio, unos párpados que solo deberían servir para abrirse, un hueco que se llena con dedos apretados, cuerpos que se cruzan y se despiden, hombros rotos, ojos rotos dentro de una boca. Hace tan solo una semana nadie se conocía. Ahora ya hemos repetido ese pasillo aplastado, ya hemos descubierto en el otro alguna forma de respiración, de comodidad inesperada.
Para esto no hay ley. Hay extremos de un largo corredor que se conecta. Hay canciones que caen en los oídos como lluvia y nos ayudan a dormir.
Estoy en una cama que cruje y libros me golpean la cabeza. Hace tan solo unos días nos hablábamos tranquilamente, ahora los cuerpos desaparecen como siempre.
Es diciembre, ahora ella está donde el aire se calienta en el día y en la noche. Su cuerpo suda, la figura blanca y delgada se cubre de una pequeña capa perfumada que no conoceré. En realidad, poco importa eso. Lo único que importa es la posibilidad de raptar uno o dos pensamientos, durante las horas de consciencia, mientras la madre llama e insiste que coma más, mientras el hermano cuenta historias que vivirá como ingeniero aeronáutico, mientras una sombra camina y abre puertas por la cabeza de ella que suda, en su calor de playa.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
Hombre sonámbulo
El sueño comienza con un sueño. Estamos, o, primeramente, estoy en un río. Del lado derecho, el suelo se encuentra cubierto de piedras grises y dificultosas. También está mi carro sobre ese extremo del río, que es azul y me da la espalda.
Me doy cuenta que estoy en el agua, verde, de río, agua de tregua. Todo ocurre muy lento, porque estamos hundidos en un sueño, embarrados en una nube de ruido fresco, todo ocurre muy lento. Mi exploración consiste en mi parpadeo.
Lentamente me llamás, sin ninguna palabra de pizarra, con un lenguaje secreto que mira hacia el piso y dice que estás ahí, en el sueño, en el río. Todo está iluminado indirectamente, por eso digo que son las cinco de la mañana o las cinco de la tarde. También el frío, de piernas, no de cavidades, dice que son las cinco de la mañana o las cinco de la tarde. En fin, se puede nadar aquí donde estamos los dos, donde yo ya he descubierto esa figura cierta que sos o que podés ser.
Juguetes, música, eso le haría falta al sueño, porque los dos nos mantenemos sobre este río con las manos vacías, y ansiamos un poco.
Podría recalcar ciertas cosas, como tu cuello lleno de viento ahora en el sueño, como seguro te sucede cuando das los pasos necesarios para cruzar la calle y llegar al punto en el que podré percatarme, solo con verte, que algo se mueve, indeteniblemente, en el espacio.
Luego vino lo demás. Los leones, que eso nadie lo esperaba. En el tiempo, que poco quiere decir, que dura un sueño, nuestra esbeltez recibió visitas. Giré la cabeza hacia el lado izquierdo del río. También ahí había suelo de piedras grises, sin sombra, estáticas, ahí tiradas. Además había una montaña pequeña, que se parece a la de la casa de mi abuela, al otro lado del río.
La montaña, pequeña y acumulada en mi sueño, dejó bajar a 2 leones y 2 leonas, como una familia de amigos. El espectáculo fue lento y ligero, fue natural y silencioso. Nosotros los veíamos desde el río, frío por el color, pero cómodo como lo que se ve en el día y que reemplaza luego estos ojos en la noche.
El agua comienza a subir. Aceleradamente. Si en ese momento hubiera visto a los árboles, probablemente se habrían agitado de una forma oscura. El agua comienza a tocarnos en lugares peligrosos y se empieza a acumular en el medio de nosotros. Los leones dan sus pasos largos y crueles hasta entrar al agua. Caigo en el miedo. Te veo y ya no decís nada, ni te movés. Te dejás apropiar por la erección del río. Mi movimiento de huida no te interesa y te vás perdiendo en el agua del río, que se alimenta de vos. Te sujeto de la muñeca y empiezo a tirar de tu boca, de tus sonidos no conocidos y de tus ojos que ya pronto se sumergirán en sus párpados.
Nos movemos, yo te arrastro, e intento que olvidemos al río. Acaricio la mano blanca esperando que reaccionés, que no estés muerta de sueño, es terrible cómo llueve dentro de las sábanas.
Los leones ya están cerca. Sus cabezas son enormes y empiezan a rozarnos. Todo sucede rápidamente. El cuerpo de uno de los más grandes se pone en el medio, rompe mi mano y te libera. Comienza la gravedad a tirarte al centro del río y a mí a sacarme de él. Me acerco a la orilla, el carro se ha inundado y solo cuenta con un techo azul por encima del nivel del agua. Vos vas bajando gravemente, como si descendieras una escalera submarina, dando pasos, dejando que el agua te despeine, sin decir adiós, sin haber dicho hola, abriendo tu boca a un idioma de pocos.
Te veo desde la orilla seca y ahogada del río. No sé si sabré de vos. Estaré bajo el cielo el tiempo que sigue, mordiéndome los pies secos, viendo desde los puentes el agua de los ríos romperme la paz, en esa ceremonia inútil en la que espero que todos los ríos dején salir algo de ellos.
miércoles, 9 de noviembre de 2011
9 de Noviembre
Antes de montarme en este avión, con una maleta que parece llevar algo más que solo ropa, me preguntaron muchas veces que por qué me iba. La única respuesta que me parecía suficiente era, por más dramática que sonara, “¿Por qué quedarme?”. Y no es cuestión de ingratitud o egoísmo, porque la gente rápidamente salta y dice “Tu familia tu novia”. Ellos son tanto de mi vida, que por ser esto así, también son parte de la razón por la que me voy. Me doy cuenta que no se puede razonar con aquellos que no saltarían al vacío solo con una maleta llena de libros tildados con cocaína.
“Por qué irse”. Porque las cosas están mal, porque el país es una mierda, porque la paz es tanta que tanta gente ya no siente nada. Porque no solo el país está mal, también yo estoy mal y me siento como una mierda, que casi es lo mismo que serlo.
Monstruosa patria, sin historia secreta de tantos tachones que le han puesto. Con y sin ríos, con un solo túnel que desfallece eternamente. Es fácil esconderse cuando la muerte es idéntica en todas las calles.
El martilleo constante de este país hace que me sienta como el plato que quedó vacío, con ese resto sucio de las dos gotas que escaparon de la taza. Y la acumulación de las huellas sobre el asfalto que pinta mi casa, las manos azules, las erecciones suicidas. Ese es mi plato vacío, la taza, a medias, de algo que ya se ha enfriado.
Tuviste que venir vos con ese día de la mano, para decirlo a medias, como ahora lo repito. Caminabas o tal vez ya te habías sentado, con cara seria, preocupada, sin saber qué palabras te saldrían de la boca o en qué idioma.
Estábamos en la U, llovía, como hace a veces, para que las cosas tarden, para que lo feo dure. Me tomaste una mano y me dijiste que no te había llegado. No te disculpaste, porque así sos vos y porque estábamos juntos, con las caras tendidas abiertas y el café caliente. Yo seguramente me quedé callado porque nada más se puede hacer y asumí lo que ahora la vida hacía de mí. Te llevé por un helado, compraste de galleta y pronto estabas riendo de nuevo. Somos tanto que nunca hubo que decir que no.
Tenías que venir vos para darme algo verdaderamente mío, para cambiarme todo. Acorralarme, yo con más culpa que vos, si de culpa se puede hablar. Pensé en las reservaciones que se cancelarían, en los 800 euros perdidos, pero nada terrible. Cosas dichosas para el que vuelve a encontrar amigos entre la multitud.
Ya en mi casa, que era un cuarto que me hacía sentir tan solo, no hice más que preguntas. Sin pausa, sin rescate, sin la posibilidad de caerse sobre algo que se pudiera amar.
Me entregué a pensar, porque así soy yo y lo sabés desde hace trece o catorce meses, y la vi. Porque es mujer, te lo digo ahora, porque la primera lo sería. Blanca como yo, linda como vos (tal vez menos cursi que yo, la ayudaría mucho). Con la nariz recta y fuerte, con el pelo oscuro y también los ojos. Sólo podría llamarse Emilia o Eugenia. Podríamos estar los dos en ella, yo en algún lugar, dando pasos.
Conseguí verme de nuevo en el país, con algo que verdaderamente fuera mío, porque sería nuestro, pero también sería mío, porque yo lo ocupo, porque yo ocupo cosas para poder volver de la esquina desde donde veo que la calle ya se acabó.
La necesitaría para recobrar el polvo de los años en Guanacaste o tantos días que terminaban en lluvia, pero que igual volvían a amanecer soleados. Me permitiría volver a este patio donde siempre hay una Iglesia cerca (y tendría que trabajar mucho para que Emilia o Eugenia nunca las conocieran, no sé si lo lograría, porque tu mamá cree cosas y hay hasta 5 cruces en tu cocina, que vos no pusiste pero que igual alguien puso. Mi abuela también podría meter mano)
Entonces sería un vestido blanco y luego uno de quinceaños. Y muchos novios, porque sería tan linda como su mamá, como vos, que recibís lo que escriba, bueno o malo, lo tuyo o de otras, lo real o lo imaginado, lo que me da miedo. Pero una hija no me da miedo, porque estaría acompañado, no sólo por vos, sino por ella. Nadie entenderá lo que es eso. Y una hija y una bici que no la obligaría a aprender y unos zapatos que serían de velcro hasta que ella quisiera y la letra fea y la ropa loca y cuentos y películas y confites y perros y libros (que tal vez sí tendrán cierto grado de obligación). Un hijo sería otros cien pesos.
Y no todo sería bonito, porque así son los proyectos que interesan. A veces llegarías tarde y Eugenia o Emilia ya estaría dormida, yo también, pero más enojado que dormido. Se nos acabaría la paciencia, como pasa para que sea interesante, porque siempre seré indócil, porque hay historias y tinieblas que cumplir. Sólo esperemos que Eugenia o Emilia no le tema a los fantasmas.
Tendría que ser mujer, te lo digo. Porque no cabe otra opción, porque debe tener esa sensibilidad con la que sangrará tanto y que si fuera hombre y tu hijo, no sé si tendría. Además siento que sería mujer, y vos ya sabés que yo adivino esas cosas, como cuando supe que me darías un buen regalo o cuando supe que me darías uno malo.
Y mis papás, no sabés cómo se pondrían, probablemente te asustarías si supieras en qué la estás metiendo, porque apenas les dijera tendrían su cuarto listo y juguetes y hasta un caballo (si todo esto hubiese sucedido hace 20 años). Te digo que es peligroso darle un nieto u otro hijo a ellos, porque sólo ellos, la querrían como yo. Porque vos no sos como yo, que ocupo a alguien que me haga sentir, todavía, parte de este pasillo continental.
Porque ya he dado pasos, quizá hasta tres, lejos de aquí. A veces sé que ya me he ido, como cuando opino en clases o cuando oigo a la gente hablar. Me siento como en el baño de algún hotel, oyendo a la gente hablar. El movimiento es tanto que sé que es un recuerdo, como si ya me hubiera ido.
Por eso necesitaba que me dijeras eso, que tenías un retraso y que yo sintiera, por vez primera, que alguien me esperaba.
Yo ocupaba, ahí está la clave, porque yo sé que vos podés sin mí y que podrías con ella, porque sos vos y no te sentís incómoda con eso que va atravesando el patio de mi pecho. Ahora ya toca la puerta.
Entonces yo me quedaría, para enseñarle a leer, que es lo único que sé hacer. Y ella podría aprender por otro lado otras cosas, a ser feliz, a contar cuentos sin tener que inventarlos a cada momento. Ella me interrumpiría la nostalgia, por muchos años, hasta que ella misma se quisiera alejar de esta mitad de patria. Le llegaría ese momento y yo me ahogaría por días y volvería a recordar cuando la llamé Eugenia o Emilia, tantos años después ya no recordaría el orden. Reconstruiría todo el tiempo que pasamos juntos, serían pequeños suicidios para quedar como un fantasma en carne viva cuando ella se fuera.
Pero igual, me habría quedado y durado aún 20 años más, aquí, para verla crecer y cuando ella se fuera te tendría a vos para la oscuridad del cielo y para nuevas situaciones, quizás ya sin padres, pero con un chico de 15 años que daría tantos problemas pero que sería tan inteligente. Tal vez ya me esté adelantando demasiado, pero es que he vuelto a sentir el ahogo que me corre por las uñas y que me transforma el pecho en un hueco húmedo.
Todo esto sería un futuro, me vendría sin excusas, lo afrontaría sin decir nada, como quien reconoce que la mañana inunda y que ya no es hora de dormir.
Un 8 de octubre me dijiste que compraste una prueba de embarazo. Al día siguiente, dijiste que había salido negativa, ya no recuerdo qué día fue.
PD: Y como si esto fuera una carta y no una conversación que tuvimos un día que aún llueve, te digo algo más. Una pregunta que quizá tiene más respuestas, pero sólo una mía:
¿Qué te dejo? Un par de tennis que no te he regalado, las fotos que me tomaste, las líneas de un mail que no te he escrito.
sábado, 5 de noviembre de 2011
2046
En el año 2046 la vida seguirá siendo una mierda, el mundo seguirá poblado por los mismos animales, lindos como las moscas.
En el año 2046 la tierra habrá dejado de ser redonda y Hitler habrá ganado la guerra. Pero eso a nadie le importa. A mí se me habrá caído todo el pelo y vos recurrirás al alcohol hueco para buscarme. Y tendrás razón. Lo que pasa es que en el 2046 yo ya estaré muerto.
Te parecerá injusto el que te haya dejado las gotas aplastadas de la lluvia todas para vos, pero no me importará, ya estaré muerto, habrá pasado el proceso natural. Primero mis órganos cumplirán todas sus funciones, luego mis órganos incumplirán todas sus funciones. Estaré bien.
En el 2046 habrán pasado 35 años, muchas veces. Ya los niños estarán grandes. Ya los niños serán más viejos que yo, en cualquier momento. Muerto a los 13, yo, muerto a los 20, muriendo desde los 21.
El precio del incienso estará por las nubes en este año, del que ya las historias hartan. La masturbación dejará de ser penada por la ley, eso tal vez les importe a algunos, a los que todavía creen ver personas caminar de la mano por la calle, pero eso no es amor, son besos.
En el 2046 se habrá atascado el mundo, el pasado estará a demasiado asfalto de distancia como para recordarlo. Nos será imposible llegar al 47 mientras estemos en el 46.
En el año 2046 el idioma será algo tortuoso, como seguramente ya se habrá notado. Los perros llevarán a cabo la vieja tarea mandibular de los hombres. Las mujeres despertando todos los días con los vientres mordidos por dentro. Sus costillas ya no serán arboledas, serán túneles sucios por los que los bebés intentarán escapar. Todavía se le irá a dejar comida a los cuartos de los muertos, pero sin la ingenuidad de esperar que alimentándose vivan para siempre.
El 2046 ya parecerá muy tarde para que se acabe el mundo.
jueves, 3 de noviembre de 2011
El cielo se abre sobre la autopista
La autopista se abre bajo el cielo, corriendo rápidamente en todas direcciones. En una dirección. Todavía puedo ver el puesto de policía que había pasado el carro hace horas. Todavía suena su gemido estrecho y desordenado.
Lanzo mi mano con mi brazo al asiento del pasajero y no sé qué siento, no sé qué monumento amasado viaja aquí, a la par mía, añadiendo horas de distancia al último puente, apostando por nuevas memorias benditas, de las futuras y frágiles, tomando mi mano y devolviéndomela acompañada de otra.
Me digo que nada está sucediendo, que el carro todavía viaja desesperado, que esa punta donde veo la autopista acabar no es una punta, sino la cima de un acordeón que se precipita llevándonos. Jalándonos, torciéndonos los pies, poniéndonos cubitos de hielo en la boca, manchas de tinta en los ojos.
Al final no me creo las mentiras del miedo y sigo escribiendo en una hoja arrugada y sucia de comida. Y ahí está la pista, la mancha que delata la compañía, porque yo solo no como, me tomaré una cerveza, pero comer no, no encaro nunca al animal de la comida a solas, no desde España, donde me terminé de romper y por eso manejo ahora, esquizofrénicamente, en esta autopista abierta, donde el cielo se cierra y se abre a cada señal del párpado del más allá.
Los ligamentos rotos y el efecto cebolla en cada uno de los ojos han producido la reeducación, el aprendizaje forzado capaz de la vuelta a casa. La saliva que sostiene la pared de mis manos al volante comienza a detener el auto. Chispas y música caen del cielo abierto.
Curiosamente nos miramos en silencio. Fallo todas las letras de una palabra. Pero me entendés y nadie se defiende. Nadie niega nada. Torpemente no paro de hablar dentro del silencio, para llenarte el cuerpo de todo eso que tal vez olvidaste que soy, las cosas buenas, es decir, la habilidad mediocre para coser, pero habilidad; la ganas de manejar horas para o por vos; también la presión de cada uno de los órganos de mi cerebro, que no sé si sea bueno, pero sigue acá.
La autopista se prolongará lo que desee prolongarse, en forma de collage o en forma de flashback. Poco importa. El carro mantiene la misma gasolina de justo antes de morir. También mantiene su orientación enigmática, casi fugitiva, permitiéndome quitarme los lentes y explorar tus muslos, aunque sea a la distancia y en polaroids robadas. La música de fondo es el cielo abierto sobre la gran autopista y no queda mucho que decir.
No es mucho de lo que te puedo decir que soy dueño, de un perro loco, de algunos pares de zapatos bonitos y muertos, de todos los libros de dentro de este sueño. No sé si sea suficiente, pero ahora soy un poco más dueño de mí mismo.
La autopista se abre desde el ojo hasta cualquier día del mes de Noviembre, en el medio está la nicotina, los edificios, los poemas que citan los vecinos en sus cartas de amor. Junto a nosotros el carro azul de la autopista, las ventanas izadas, la muerte tirada en un lote baldío, el ruido sordo del cielo que cae abierto.
Una niña de pecas se acuesta y la peinan. Su cabello es un círculo muy suave, ya te lo habrás imaginado alguna vez. Cerca, en el jardín, un niño más pequeño juega, junto a la casa que construyó Gustav Klimt al lado del árbol de la vida. Es pequeño y fuerte, corre a todas partes y mira a su mamá como si pensara en zapatos atados y cajas llenas de lluvia. Tenía 147 años, Klimt, cuando construyó esta casa, en el 2009, al lado del árbol de la vida. Vos y yo todavía mantenemos edades similares, como ha sido desde siempre y lo único que te puedo ofrecer es pasarle mis pecas a ella.
lunes, 31 de octubre de 2011
Este lugar es enorme
Se han confundido. No comprenden que yo no pido nada, ni siquiera que entiendan mi manoteo desesperado. Actúan como si les hablara a media voz, oyen la mitad de lo que les digo, la mitad de lo que no quieren que les diga. La gente no entiende que yo no escribo para hacer preguntas, mucho menos para manufacturar respuestas. Yo escribo para inundar el laberinto, para revisar las tumbas del cementerio indio bajo la casa.
Juego a disparar pequeñas balas imaginarias que atraviesan el corsé de la memoria. Despacio, intento derretir el olvido, pero siempre consciente de lo inadmisible de mi propuesta: Revisitar espacios fragmentados por las ramitas de la nostalgia.
Hace meses tuve que abandonar la casa porque me lo pediste. Y no es una queja, es una verdad. Probablemente tenías tus razones. Pero las razones nunca son suficientes para destituir al niño que no había acabado de jugar y obligarlo a escribir ficciones, cosas que hace mucho no recordaba.
Yo no sé, mirá, hace más o menos un año comencé a enfermarme por primera vez y viniste con tu familia a ver al monstruo triste y barato tomar jugo de uva. ¿Qué quiere decir eso? Poco, pero recurrir a lo evaporado ciertamente no daña a nadie.
Pronto tu familia se fue y quedé yo y quedamos solos nosotros dos, sobre la almohada, en el suelo, disfrutando las paredes de mi cueva, que ahora es blanca y no llegaste a conocer. Mis papás se desentendieron de nosotros durante ese tiempo, como hacía yo con el mundo cuando estabas vos. Nos querían mucho y a veces te extrañan más que yo, y me lo dicen, porque son egoístas, y me dejan tirado sin ganas de dormir, ahogándome en la vergüenza de la medianoche. Pero esos momentos también pasan y cada vez me hablan menos de vos y ahora queda poco. Yo me escapé solo un instante y de repente ya estábamos muertos. El amor poco a poco se va convirtiendo en una tarjeta postal.
Yo creía que era un niño bueno. Que la antagonía que vivíamos a veces, no sería suficiente, que siempre quedaría algo que podríamos juntar y usar. Las horas de pensar en vos obstinadamente significan poquísimo para este ritual de paso, para este diálogo de sombras, vos que siempre supiste olvidar rápido, yo que nunca he podido controlar la sucesión del tiempo, el segundo que se derriba sobre su vecino, el año que agota la esperanza y da paso a la máquina psicoanalítica que intenta limpiar la tierra. Se llama Mario, seguro te caería bien.
No todas las muertes matan. Muchas transforman al cuerpo en un bloque solemne, pero también hay algunas que sanan o intentan sanar el dolor desconocido y temible que se lleva por dentro. Eso es lo que creí que era importante, el intento por sanar lo que estaba mal, lo que se esconde en el cráneo y habla y mira y toma decisiones y abraza y mata y se deja matar.
domingo, 30 de octubre de 2011
Hora triste para seguir jugando
Alguna vez dijeron que únicamente los muertos no pensaban. Qué mentira. A mí la mente me ha quedado intacta.
Un año pasa. Sigo viendo el mismo lado del bar, izquierdo y azul, por el que ella se fue. Sin cólera veo la forma en la que seguimos siendo lo mismo. El mismo movimiento de las manos, el ritmo de los ojos, de nuevo las manos. Pero sin sentir ya el espejo, ni la cascara de los huevos del desayuno hipotético.
¿El saldo del año? Podría decir “números negativos”, pero quedaría debiendo. ¿Y quién lleva la cuenta? Tal vez mis papás, que ven en Facebook lo mismo que yo pero no lo aceptan. Lo mismo que yo.
No veo la cara del suplente por acá y qué dicha.
Llamo al director técnico del equipo de mi colegio y no sabe qué decirme. Llamo al entrenador de la escuelita de fútbol a la que iba los domingos. No se acuerda de mí. Yo, de nueve años, soy solo otro par de piernas de pestañas pequeñas. “Los suplentes nunca duran” – solo eso me dice. Su experiencia empírica me deja menos triste, pero yo ya perdí la guerra, por combustión espontáneamente.
Las numerosas mesas por las que he pasado en estos meses no trazan una dirección, ni siquiera una señal que parezca acercarme devuelta a la población del mundo. Me mantengo variando de futuro porque a veces talar algo resulta un placer irrenunciable, que nunca ayuda.
De alguna forma llegará el año nuevo, lo quiera o no.
La rebelión de la rebelión aparece, resulta en abrazos que sacuden cada punto de los ojos. Ese abrazo nos lo debíamos. Nadie llama al deseo, pero aparece de oreja a oreja. Los muertos vivientes suenan de fondo.
La mirada cae desde un árbol al frente de los pasos. La retina se incrusta, como queriendo cerrar los ojos o salir corriendo. En el espejo del baño escupo la pregunta inaudible. Y salgo pronto de la casa donde oigo hablar de mí.
sábado, 22 de octubre de 2011
En la autopista los animales corren descubiertos
Vamos en un automóvil, haciendo un viaje muy largo. No puedo decir si vamos lejos, pero sí que el viaje será largo. El camino y todo lo que está alrededor se encuentra cubierto de una fina capa de resentimiento.
El clima no es el adecuado para recorrer la autopista. Llueve como si el cielo hubiera entrado en pánico o como si nosotros hubiéramos entrado en el cielo. “Despertá” grito en mi auto. Las ventanas vibran, afuera recorremos las gotas, adentro olvidamos las reglas.
Esta calle, que parece estar perdida, también forma parte de la autopista, a pesar de no tener líneas, a pesar de no tener nombre ni cintura. Dejo que mis ojos se cierren un momento mientras viajamos en la autopista. Sueño con la infraestructura de mi autoexilio, todas las habitaciones vacías, este carro que mira la ruta menos dura y se desliza sobre la lluvia.
Antes, cuando vos y yo íbamos lejos, yo manejaba. Vos decías las cosas que solo vos aprendiste a decir. Sentíamos que el viaje era suficiente para ser felices, no teníamos que llegar a ningún lugar y no lo hicimos y fuimos felices.
Ahora no sé quién maneja. Veo el volante vacío, nadie en él, voy solo en este carro, con tanto cadáver besado, con tanto hueso de almohada.
En algún momento lo correcto sería inclinarnos y ver al otro lado, ver a quién llevamos con nosotros. Quizá vos vas acompañada, en tu auto, que no es tuyo, pero es tuyo porque estás en él. Yo no sé si vas acompañada, solo puedo desear, ¿desear qué? No sé.
Vamos en bestias que se alejan. Las puertas siempre han sido el mecanismo preferido por la violencia.
La autopista no está vacía. Pareciera que nadie más recorre esta tierra inundada, esta tierra de una sola estación. Pero nuestras vidas posibles viajan en otros automóviles. Saliendo del mismo sitio, viajan los trenes de esta ciudad donde la lluvia ha caído por 5 meses (casi ya).
Viaja el tren del vientre, el de la hija, de los pasos fantasmas. También va el tren encarrilado y suicida, el de las cuatro mujeres desnudas, el de las cervezas diarias. También el tren de la sin memoria, el tren del regreso, el tren fácil, el tren del error, el tren de la nostalgia, el tren del “perdoname, ya estoy bien, te amo”, el tren de la mentira, en parte.
Esta lluvia que ha acabado con los bares y con las casas humedece mis cartas. Me obliga a esconderme durmiendo, a no posar los ojos sobre la tierra en la que posás los ojos. Evito que lo último sea lo último. Evito que la última señal de ese viaje sean mis pezones heridos. Las cosas viven hasta cuando se guardan.
El automóvil se sujeta a mis manos cuando el camino nos empuja fuera de la autopista. Mis manos no se comportan como las de un hombre, se mueven vacías e inmaculadas, pero dejan que la guerra tome la autopista. Mis manos matarían a cualquier enemigo que sonría.
lunes, 3 de octubre de 2011
Mute 2
Lo primero es simple, me das tu mano y yo la pongo entre las mías. La observo, le enseño a decir un par de cosas. Jugamos a no mirar a la máquina del tiempo. Todo va bien, por un momento la forma del mundo es la correcta. Pero luego, esta tierra nos golpea con los ojos y te caés de cabeza sobre tu cabeza y la paloma me corta un dedo. Me muerde con el pico, me muerde con las alas. Esta paloma muerta es tu mano entre las mías. La he dejado estar ahí mientras una película corría. La dejé que palpitara algunas medias horas, mientras, inofensivamente, setiembre acababa.
Después aparecen como conejos los diálogos oscuros, cuando mis dedos ya no tienen esperanza. Y no hay que llorar por los dedos, a casi nadie le importan ellos. No, no estaremos tristes, mis dedos no sirven para nada, para una o dos cosas solamente. Para medir la dirección del viento o para combatir la soledad, marcando un número de teléfono espontáneo.
En estos diez días que llevamos, hemos terminado diez veces. No lo digo exagerando. Pareciera como si la vacuna contra el suicidio no nos llegó a tiempo. Te pediría que no te dejés morir, que no te tirés en medio del parque a esperar que tus colmillos ahoguen la sustancia viva, pero a mí no me toca pedirte nada. Solo puedo ser otro más que observa la construcción o deconstrucción del aire, de los brazos queridos, de los nombres que susurramos.
Estamos a la espera de la construcción o deconstrucción del cataclismo. Son los momentos poderosos y posteriores a un viaje.
A esta hora solo me abrazan mis dedos, ya más cansados y viejos, pero todavía con un lindo gesto. Como si arrastraran, cada vez, menos cosas pesadas.
lunes, 26 de septiembre de 2011
Mute 1
Nunca tuvimos una cita, se nos fue el tiempo en otras cosas. Intentando racionalizar lo que pasaba. Buscando las cosas interesantes de un carro. Ignorando todo lo que ya existe allá, donde parecía lejos.
No malgastamos el tiempo, jamás diría eso, hicimos lo que pudimos con lo que nos dieron. ¿Quién? ¿Vos? No sé, tal vez.
Lo que digo es que si hubiera habido más tiempo, podríamos haber ido a conocer al gran mamífero del Poás. Dirás que ya lo conocés y que yo también, pero con vos cada sitio ha sido un redescubrimiento de la sábana del mundo. Por eso iríamos ahí.
También me gustaría confundirte llevándote a otros lugares. Justo el día que volvía de decirte adiós, me dieron ganas de llevarte a estas fiestas terribles que organizan donde vivo. No para hacerte sufrir, sino para que conocieras donde viven desterradas estas hojas. Te presentaría al hombre del parche que siempre espera el bus cerca de la iglesia, su sonrisa nos daría ternura.
Pero también se me ocurrieron planes menos complejos. Que conocieras mi casa, mi cuarto, mi biblioteca, que es todo lo mismo. Llevarte a ver lo que los japoneses nos trajeron, cosas esqueléticas y ventanales, imprescindibles. Drogar juntos las horas en alguna parte de San Pedro, solo nosotros, o solo nosotros con otras 4 personas de la confianza de alguno. Vivir menos la intermitencia y más los dos cuerpos.
¿Si ahora cambiara todo, qué haría? Menos preguntas, probablemente. Volverte a estrechar las manos, primero que todo. Después esperar que tus ojos de pequeña me recojan y me lleven a tu boca. Solo pienso en eso, en besarte la nuca.
¿Y cómo te hablo ahora si ya no te puedo hablar? Tal vez la pregunta correcta sea, ¿por qué te hablo ahora si nos mantenemos en la línea de banda, como si estuviéramos en dos baños, distintos y alejados, a la espera de la muerte?
¿Y qué se va a hacer? No me voy a matar, pero igual ¿a quién le gusta vivir así?
Temprano dije que hoy no tomaría, luego volvió a correr la vida y bueno, ¿a quién le gusta vivir así?
sábado, 17 de septiembre de 2011
Siempre empezó a llover en la mitad de la película
Yo antes no escribía así. Escribía diferente. Llevo todo el día pensando en eso. Y, meses antes, que no es un antes que la gente usualmente tome en cuenta, escribía diferente. Escribía sobre gatos enormes, que olían a pelos largos, corriendo por una ciudad sola. Mi ciudad sola, de nadie más. También escribía sobre estos otros animales que se pelean con las cosas que ocurren en la cabeza de un hombre durmiendo solo a la par de una mujer que no escucha. Es decir, escribía sobre las cosas que no suceden donde deberían suceder. Una escritura escapista, por más que la palabra me parezca el estigma más grande sobre la libertad de escribir. Pero en mi caso así era. Todo me aburría. El ir y venir dentro de una suciedad que se llama San José.
Así que por eso se me ocurría escribir sobre toros perdidos en los patios de barrios cualquiera o sino hablaba sobre las vacaciones padre e hijo que acaban en el segundo almorzándose al primero. Por ahí también habrá habido meseros con forma de conejos. Pero ya no es así.
He caído sobre el bulto que es entusiasmarse. Vivir en la distracción que es alegrarse, todavía solo, pero no tanto como antes.
Hundido en la vanidad de creer que las cosas se darían como yo quisiera he vuelto la mirada sobre lo real, no lo realista, cabe la aclaración.
El otro día te hablaba sobre este poema de Rexroth
En sólo un minuto nos diremos adiós
Me iré conduciendo y te veré
Cruzar el bulevar en el espejo retrovisor
Quizás distingas mi cabeza
Perdiéndose en el tráfico
Y luego nunca jamás nos volveremos a ver
Esto ocurrirá en sólo un minuto
Y creo que justo sucede ahora, cuando más embriagado estoy. Yo, que nunca me embriago, por más que intente tomármelo todo. De golpe, de un trago, como si un río me lloviera adentro. Ahora que por fin puedo volver a verme las manos y decir que está bien que estén ahí, te me empezás a desvanecer con la aceleración del humo.
Esto que escribo ahora no lo hago para estremecerme. Ya lo estoy. Ya me creció en el balcón de los párpados este setiembre inamovible. Un mes que se compone de las cervezas que me tomé con vos y de las cervezas que me tomé sin vos.
Justo ahora, cuando nos vimos hace poco, hace unas horas que parecen máquinas que nos apartan, tengo la necesidad (por ponerlo en palabras diminutas) de que la teoría Rexroth no se cumpla.
Esa tristeza que se me viene precipitando desde que te tiré en la mesa mi niñez. Tenés que acordarte, porque me viste llorar, porque no había forma de que no vieras esta enorme masa flaca metida en una camisa a cuadros con la cara empapada.
Eso mismo. Te he dicho las cosas indebidas. Me he sentado frente a vos con las piernas entre el aire y las tuyas. Por eso ahora te digo que cerrés las cortinas, que no salgamos nunca más al ventolero.
Alexánder Obando decía en su mejor poema que vivir solo es “tratar de convencer a los amigos de que aún es muy temprano para tomar el bus, y llegar a la torpeza de mentirles respecto a la hora”. Y creo que no hace falta que te diga más, con tantas veces que me quedan por decirte que no te bajés del carro todavía, que ese que se asoma no es Miguel, que aquel que te busca no ha llamado todavía a tu casa.
Por eso digo que yo antes no escribía así. Antes no sentía que estaba diciendo algún tipo de verdad, mucho menos la mía. Eso me hará falta, no sentir la posibilidad de agotar mis dedos en tus manos, estando a la par o estando lejos como ahora.
Y sí, las letras son poquito, cualquier persona que lleve tiempo escribiendo te lo puede decir, pero no queda más, solo así se vive en esta piedra, dentro de este torso que se acuerda de la forma en que tu oreja izquierda se apoyó, causando la misma presión que cuando se mira la orilla del mundo.
----------------------------------------------------------------------------------
Ya no quiero que estos textos sean el músculo que sostenga algo tan complicado, tan hambriento, tan necesitado de que mostrés algo más que tu liquidez diplomática.
Así que te doy la oportunidad ahora mismo, que leés esto. Escribime, si eso querés, que no va más. Si eso querés, mandame un mensaje que diga “De aquí, no pasás”.
martes, 13 de septiembre de 2011
Sangre Azul
El mundo se acaba, muchas veces, porque eso es lo que le toca y está bien. No haremos guerras debido a eso, ni siquiera nos diremos frases crueles en tonos cotidianos.
Las cosas, en este mundo y en cualquier otro, cuentan con la característica de la recaída. Ese lapso absurdo e insolente que define la vida útil, que prolonga la vida útil de las cosas. Pero ya estoy hablando de lo que no me interesa, de tus acciones paquidérmicas e inmóviles.
¿Entonces qué me queda si ya no te puedo decir nada? no porque no quiera, tampoco podría decir porque no querás. Me queda faltar a clases, faltar al refugio de los bares, refugiarme en un lugar más pequeño, faltar a la rapidez del mundo, a la asimilación de las cosas, faltar a la superación que cualquier persona sana recetaría.
Pero eso estará bien, no seguir a quienes nunca han estado enfermos.
Puede que esté reaccionando mal, como si estuviera sucio por dentro, como si los ojos se me hubieran llenado de agua y ya no pudiera ver. La culpa la tiene la aritmética, esa gran mentira de la suma de las partes. Tal vez no sea una mentira, tal vez solo me equivoqué de partes.
En este momento, acá dentro estamos muchos. El de los catorce, el de los dieciséis, el de los diecinueve, ahora el de los veintiuno.
Se nos cierran los ojos del cansancio.
lunes, 12 de septiembre de 2011
Solo el hospital está abierto a esta hora
La noche empezó hace varias horas. Yo acabo de llegar a mi casa. No contaré cuantas cervezas me he tomado. Diré todo lo que pueda lo más rápido posible para que nada estalle la burbuja espléndida que a veces es el mundo, luego me iré a leer.
Sorpresa de medianoche el color casi claro de los semáforos. Este mundo en el que estoy, son 4 personas, una es Chaves, la otra es Fiamma. Los que no he mencionado nos vemos a los ojos, como si nos viéramos para dentro. Es un lugar reservado. Donde no se sabe mucho, pero se entienden algunas cosas: el color de la voz cuando vuelve, esta precipitación sobre tu dos mil once.
Ya empezamos setiembre y la patria poco importa.
Por ejemplo, mañana el día empezará suavizado por tu lengua dulce, probablemente estaré callado por algunas horas, pero eso estará bien. Viviré un rato en la muerte, escuchando el ir y venir de mi pecho, asustado como no lo estaba hace mucho. Recordaré algunos momentos claves, la lluvia en el parabrisas, la canción arriesgada/último recurso, el alcance de los pedazos de la franqueza.
Sea.
viernes, 9 de septiembre de 2011
¿Por qué los zombis se visten tan mal?
"Todos los cerebros del mundo son impotentes contra cualquier estupidez que esté de moda."
Jean de la Fontaine
Es una pregunta clara, directa, se podría decir que básica. No existe forma de discutir la veracidad del argumento. ¿Cuándo se ha visto a un zombi cruzar la calle sujetándose el sombrero de copa debido a una imprevista ráfaga de viento? Nunca o casi nunca. La probabilidad de usar un sombrero elegante se reduce en un 97% en caso de tener un machete en la cabeza, según datos del censo conducido por una fracción especializada y secreta de PETA.
Dentro del estudio, el caso del cuchillo en la cabeza resalta como la razón número uno de los zombis para no usar sombreros de copa. Ése es el caso del repartidor de comida china de mi barrio. Pero eso no debe entristecernos, no deberíamos sentir lástima solo porque debe cruzar las puertas estrechas caminando de lado. Él tiene su trabajo, su novia, su ardilla zombi. Su vida decente como zombi en sociedad. De lo único que lo he oído quejarse es del hecho que no lo dejan preparar wantán, escenario totalmente comprensible, nadie quiere que un pedazo de cerebro zombi se inmiscuya en su ritual gastronómico.
Otra de las razones que se dio en el estudio para no vestir sombreros elegantes, puso a las gradas como culpables ya que señala que muchos de los establecimientos donde se pueden encontrar dichos accesorios solo cuentan con acceso vía escaleras. Esta misma razón aparece a la hora que se inquirió por qué no se ven muchos zombis con indumentaria deportiva.
Es válido aclarar que estas dos razones apenas representan el 5% de las respuestas totales. La opción NS/NR acumuló un imponente, pero nada sorpresivo, 95%.
Para mí debe existir algo más allá que solo estas inconveniencias afiladas o espaciales. Las personas que han sufrido la infección cuentan con estilos de vida similares, sino idénticos. Esto ha limitado las posibilidades estéticas de la comunidad zombi desde el justo momento de la transformación.
Esta reincidencia en un mismo sector del tejido social ha producido una homogenización del fenotipo del zombi. Esto significa que los zombis están reclutando en los mismos lugares donde fueron infectados. Lugares como la avenida central o las afueras de Repretel. Este no es un veredicto infundado o ¿alguien se ha encontrado un zombi en los pasillos de Zara? Yo nunca he visto a uno con camiseta V o con pantalones de colores brillantes, manchados de sangre.
No solo los puntos de encuentro del día a día tienen influencia sobre las opciones estéticas de conversión para los zombis. También la forma en que celebran las festividades. Ahora, en época de fiestas patrias, tampoco será posible ver a un zombi con chonete o en unos meses a un zombi envuelto en una sábana, vestido del niñito Jesús.
Si bien éstas no se toman como ropas elegantes, ciertamente tienen un plus antropológico que levantaría la opinión pública en cuanto a las capacidades estilísticas de los amigos zombis.
Los zombis, conocidos internacionalmente por su personalidad insistente y obstinada, alguna vez intentaron formar parte del grupo de personas elegantes y distinguidas que actualmente los marginan, pero los resultados fueron negativos. Muchos recuerdan la serie de eventos dirigidos a zombis en los bares lujosos. El saldo fue de una docena de tacones y pies olvidados, muchos tragos sin pagar y un penetrante olor a burgueses incómodos.
Estos incidentes no solo trajeron problemas a la exquisita burguesía. En el seno zombi también se presentaron algunas disconformidades, ya que pretender ser algo que no se es, resulta muy mal visto dentro de lo que se entiende como la ideología zombi. Así que la dinámica social provocó una leve segmentación dentro de la comunidad zombi, generando una fracción marginada por los elegantes y a la vez marginada por los zombis.
Así que los que caminan en la lista negra de ambos, muchas veces con tacones amarrados a un tobillo roto, viven una vida extraña. Sin lasañas, sin comedias románticas, sin municipalidades. Viven con poquísimo.
A los que tienen el cielo extinto, solo les queda la luna. Pero hay que ver por cuanto.
sábado, 27 de agosto de 2011
Epistolar
Comenzamos a escribirnos cartas durante el día de la boda de alguien. Hacía calor y casi todo se veía feo. Casi todo es una generalización demasiado mezquina con vos, parte importante de la aparición y desaparición de las cosas.
Vos me intentabas hablar de temas más serios cuando nos escribíamos. Hablabas de cosas como el desplazamiento de la placa de Cocos, pero no podíamos seguir ese hilo. Yo derivaba a cosas más naturales, como las mujeres que parecen niños pero que nos gustan así o el repudio hacia alguno o muchos artistas. Ese día aprendí que por virtud o falta mía, seguiríamos derivando.
Las cartas no eran demasiado largas, escritas en una servilleta o en un pedazo de tela, arrancado de algún mantel inocente. Algunas cartas solo lucían cinco letras, inconexas entre sí, pero el hecho de estarnos comunicando, ahí, rodeados de tanta gente, con tanto ruido entre nosotros, nos inquietaba, a los dos, lo sé. Tampoco nos veíamos muchos, estábamos quizá muy alejados, pero sabíamos que el otro estaba por ahí, quizá saludando a algún invitado poco interesante o bajando de un trago la copa de vino. Esto último probablemente habré sido yo.
El salón se dividía de alguna forma a pesar de ser una gran masa blanca. Por un lado la parte del novio, hombres altos y seguros, hombres desagradables. Se les reconocía por la cara de decisión, la calma o el desconocimiento. Todos formaban entre sí la idea del gran hombre, calvo en un futuro próximo, quizá con trabajo, quizá pésimamente juzgado por este ingrato invitado. Del otro lado estabas vos, del lado de la novia, del lado que evitaba que la actividad se convirtiera en un suicidio masivo.
Ahora me doy cuenta que no estaba de ningún lado, tal vez ni siquiera debí haber sido invitado. Yo estaba de mi lado. Al fondo, donde se sientan los que llegan a las fiestas por el licor barato y gratuito. Será por eso que comenzamos a hablar, porque eras lo único de ahí que no parecía licor barato. A diferencia del novio, de los invitados, del lugar, de mí.
Por eso debí hacerlo, tomar un lapicero, sacarle la tinta, llenarla de un material distinto. Escribir. Inventar historias que pudieran captar tu atención, algo tan difícil en ése, tu día especial. De cierta forma lo conseguí. Incluso bailé con vos, la canción después del vals, la que a nadie le importa mucho, solo a mí, que desde entonces no bailo por más licor barato que haya consumido.
Y eso fue todo, las cartas todavía se dan. Tal vez no con la hermosa insistencia de ese día, que parecía como si habláramos, algo que creo que nunca hicimos.
Tus cartas cada vez vienen más ligeras. Alguna vez incluiste mayúsculas. Ese día pude sentir lo que 50 gramos de palabras pueden producir a alguien que se alegra con más frecuencia que con la que es feliz.
domingo, 21 de agosto de 2011
Equina
Mejor digamos que sí. Que usted dibuja caballos, incesantemente, frenéticamente, furiosamente. Haciendo ruido con los lápices, con los pinceles, con las hojas, rasgando las hojas. Dibujando caballos y sonriendo y rescatando y vibrando y brillando.
Caballos herrumbrados, afeitados, acostados, volando. Caballos con campanas, caballos recibiendo herencias. Caballos de seis patas. Caballos tristes, que toman café, inteligentes e imaginarios, caballos bailando. Caballos en París, caballos bajo puentes, caballos en hoteles. Caballos ignorados, sin sombra, que apuestan en casinos, que se despistan y se hacen polvo.
Caballos románticos que caminan de puntillas mientras buscan un buzón para hacer llegar alguna carta perdida. Escrita y reescrita dentro de las capacidades de un caballo que nunca fue a la escuela, pero que ciertamente conoce el sentido original de algunas palabras.
La idea es que exista la posibilidad del dibujo de caballos. De forma incesante, recurrente, arriesgada.
Caballos que no se acaben para seguir hablando de ellos.
O caballos que no se acaben, solo, para seguir hablando.
lunes, 25 de julio de 2011
Lo que me gusta de las frutas
No se puede definir en un solo punto. Se ocupan varios, quizá esparcidos en toneladas de papel. Otra opción sería escribir una crónica, donde en la primera oración se explicara las formas y los sonidos que las frutas pueden adoptar. Podría empezar “Las frutas tienen la cabeza perfumada y caminan a través del viento, aquí estamos.”, pero sería divagar. Tal vez lo mejor sería empezar por los nombres, los de las frutas, creados con muchas sílabas, con muchas letras, que se repiten, que aparecen inclinadas hacia un lado o hacia el otro. Que se comportan como espejos de su materia, nombres sin números. Que se presentan con fuerza, imitando el tamaño de su nombre, repitiéndolo sin dudar.
Las frutas salen de sus países para venir a nuestra provincia iletrada. Salen los miércoles, los jueves, los sábados o los domingos. También salen otros días. Se sientan en los parques y ven a la gente pasar. La señalan y dicen, éste sí, éste no, éste no, éste tal vez. Luego se levantan a recoger cajitas usadas, las llenan de concreto, de mal, de pescaditos amarillos. Nadie entiende realmente a las frutas. Será por eso que me gustan.
Las bandadas de frutas no existen, también por eso me gustan. Porque tienden a la misantropía, a entrar por la boca, escalar la garganta en un movimiento que se asemeja al de un túnel, como si encontraran la única grieta del cuerpo. Las frutas hacen todo esto, a veces inintencionadamente, a veces amputando el sentido a la indiferente memoria.
Es poco usual que las frutas salgan a la calle en tacones y con pequeños vestidos, pero pasa. Salen con la actitud del mar revuelto en pleno día. En esos momentos se apoderan del hombre, utilizan tazas llenas de cerveza y trocitos de árboles para esto. Pero nadie debe dudar de su nobleza. Nosotros, los que hemos buscado por mucho tiempo, acabaremos en una esquina temblando, formando un triángulo, con una cerveza y una copa de vino. No nos importará nada más que creer en ellas. Ellas, que a veces suben a las montañas a fumar marihuana y por eso algunos las toman por figuras oscuras y borrosas, pero los que piensan esto no podrían estar más equivocados.
Algunas otras cosas que me gustan de las frutas me las quedo para mí, me daría miedo perturbar el orden público con las ideas turbulentas y frutofílicas que pudiese exponer aquí.
Si oídos curiosos y atentos llegaran a acercarse tal vez reconsideraría este último punto.
miércoles, 13 de julio de 2011
18 de noviembre
Mi primo Carlos nació el 18 de Noviembre, el mes de nuestra hija. Todavía hablo de eso, sí, no se me olvida. Vos tal vez ya no te acordás de lo que hablo, porque ha sido de esas cosas que yo me invento, las fechas o las hijas o los hombres ahorcados invisiblemente. Pero bueno, en realidad te hablo de mi primo, del que tal vez no te acordás. Del que, como yo, lleva el nombre de su padre.
Lo que te quiero contar sucedió cuando él acababa de cumplir 26, no sé si antes. Yo era un quinceañero y no te conocía. Mejor que no me conocías, tal vez no te habrías acercado. En esa época yo tenía muchos amigos, era más flaco y casi siempre sonreía. No era quien conocés ahora.
Dejó de hablar, mi primo. Eso es lo que te quiero contar. Se apagó. No sé si de un día para otro, pero pasó. Comenzó a acomodar las partes de su cuerpo como para que no saliera nada(o no entrara nadie). Ni la vista le salía del cuerpo, como si fuera un cofrecito. Empezó a envolverse en algo que nadie comprendió, sus papás ignoraron lo que le pasaba. Su hermana se fue a Estados Unidos y se olvidó de todo. De ella seguro sí te acordás, a veces viene y habla mucho, también creo que se puso tetas. Pero ¿de él te acordás? No es alguien al que la gente recordaría. Es alto, se ve fuerte, pero es tan callado, como un fantasma escondido dentro del pan.
Pero te decía, dejó de hablar. Empezó a pasar más tiempo en su casa, a tomar mucho café, como para llenarse la boca de algo. Dejó de salir en la noche, tal vez por miedo a perderse o desaparecer y que nadie lo recordara. Porque a algunos nos pasa eso, ocupamos que alguien piense en nosotros para no desaparecer. Tal vez alguna vez me viste mirándome las manos, extrañado, confundido, como si viera a través de ellas. Eso pasa.
No tenía amigos y no hablaba. Se calló de un día para otro. Le caducó la tierna boca, de cierta forma. Solo podía repetir frases grises como “buenas tardes, buenas noches, gracias, adiós luna, adiós estrella”. Todo se alejaba cuando él lo veía.
Por eso empezó a atarse a cosas, por miedo. Al principio fue al carro gris oscuro, sudado, cosido a sus manos. Luego a la puerta del frente de su casa, acostado ahí por días. Sus papás, que han ignorado esto olímpicamente, tenían que pasarle por encima. A veces llamaba su hermana desde Estados Unidos y decían que él no estaba, que seguro había salido. Él los oía desde la puerta, los veía con la lengua cortada y vacía.
Sí tuvo un amigo que era sordomudo. No estoy inventando, tampoco mintiendo, esto sucedió así. Alguna vez te dije que yo no mentía y era verdad. Es verdad.
Ya no sé donde está su amigo, se habrá aburrido de hablar por señas. Llegaba a su casa en las tardes. Se les podía ver sentados ambos al frente de su casa. Tan callados, como dos ceniceros viejos. En la familia nadie preguntaba nada, todos recurríamos a la misma almohada para no complicarnos la vida.
Ocurrieron otras cosas, delicadas e imaginarias (en el sentido autobiográfico de la palabra). Se empezó a deconstruír el fondo de su presencia. No volvió a tocar a nadie, ni siquiera a su madre que le decía buenas noches o que le servía pan y café tibio. Nada más tocaba el piso con las suelas de sus zapatos, todo lo demás existía con millones de átomos de por medio. Carlos se transformó en el núcleo de una burbuja gigante, que ya no reía, que lloraba solo en el cuarto, al que ya nadie oía, que cuando sonreía parecía como si se le destruyera la cara.
Ya han pasado seis años desde que todo empezó. Una ex novia suya fue profesora mía de matemáticas. Me contó por qué terminaron, con un tono extrañado en su voz. “Qué raro, Carlos” le dije. Ella ya debe haber olvidado que ese trocito de mi familia, triste y callado, existió. A la familia ya le parece común y ni siquiera ignora el tema. Todos se van a sus casas a hablar sobre lo bien que estuvo Carlitos hoy cuando les saludó de beso o cuando les preguntó por la universidad o cuando dejó huellas tras sus pies. Se duermen tranquilos, dejándonos a él y a mí vestidos de noche negra.
Pero ¿para qué te cuento esto? Probablemente vos también querás dormir una noche tranquila, no pensar en nada que pueda pasarte las uñas por la cara. Te lo cuento porque seguro sé poco de genética, entonces tiendo a conectar cosas que están separadas por más que una escalera invisible. Seguro vos también esperas olvidarme pronto, como a una sábana sangrada y callada.
Nosotros no esperábamos esto. Lo que nos tocó. Esperábamos otras cosas, más comunes, menos inusuales entre la marea de personas que nos rodeaban. Por eso no he podido decirte nada directamente, porque me da miedo, porque a veces creo que mi primo se preguntó las mismas cosas que yo me pregunto.
Te lo diré ahora, pero dejame evitarlo un poco más. Dejame taparme los ojos, construirme un lecho donde acostarme a dormir solo por años, como estos meses largos que han sido, noche a noche, la violenta prescindencia de la posibilidad de sentirme acompañado. Dejame atrasar con impertinencias el momento en que te diga que me está pasando lo mismo que a Carlos o por lo menos eso creo. No sé si es verdad, no sé si esta enfermedad crónica que él se inventó exista, pero parece estar aquí. Partiéndome la lengua, oscureciéndome los ojos, haciéndote decirme que es hora de que todo acabe.
Me ha sido muy difícil venirte a hablar así, como si nada, pero lo tuve que hacer ya que me encuentro amenazado de muerte, por mí mismo. Superar la impotencia es contradecir la vida que me ha tocado. Ahora sin vos, que ya no quisiste saber nada más de esto, culpa mía o culpa tuya. No importa. Yo intento seguir, estoy en la playa y te escribo, me voy a mi casa y te escribo, vuelvo a cada sitio donde alguna vez discutimos y te escribo. Porque ahora mi vida es volver a donde ya estuvimos, en la calle, en la mente.
Sos la ciudad revisitada compulsivamente. Sos esa cosa que se derrumba sobre mis juguetes viejos y nunca empolvados. Sos ese gran miedo que clama largamente. Sos mi embarazo psicológico que palpita muerto, blando y bello. Sos todas las letras con las que se ha escrito y sufrido. Sos la prueba de que alguna vez estuve vivo.
Por mi parte yo ahora lo odio todo. Más que antes. Odio la forma en que la puerta no se cierra como cuando vos estabas en el cuarto. Odio que ninguna almohada haya capturado tu forma. Odio la incesante repetición de sonidos tuyos, de mentiras pornográficas, de miedo, de mucho miedo que me revienta, que me encierra, que me arde en el hueco agudo del asma. Dijera alguien que odio todo lo que te representa a vos, pero eso no es así. Odio la costumbre de verte aquí, pero no a vos. Odio la astucia de la mente que, visionaria y lluviosa, me hace encontrarte en cada metro sin cicatrizar, en cada aire que se va, en cada aire que llega.
Odio cada vez más cosas y esto sí es tu culpa. Que me pusieras a remolcar mi presencia desde donde la dejaste. Que me dejaras frenéticamente pidiéndole sentido a lo que no tiene ni una última vértebra para sostenerse.
Estamos acabados, porque yo no sé volver de la muerte. Estamos acabados, porque seguramente tu cuerpo duerme largamente aliviado.
PD.
Ayer (o algún día parecido) quería comer y estaba en San Pedro. No comí porque todos los lugares me recordaban a vos. Igual hoy en mi casa hicieron fiesta fries. Todo esfuerzo es inútil. De vos nadie se puede esconder. Y pasa todos los días. La música es el caos que te recuerda.
Por eso me pregunto ¿vos pensás en esto? ¿tenés a tu lado el mismo caballo negro que subió las escaleras planas de esta casa?
viernes, 24 de junio de 2011
El mito
¿Esta mano, es mi mano o no es mi mano?
Ahora entrás a la galería. Te tocó dejar el carro lejos de la entrada, por la casa amarilla que se parece a la de tu amiga Jimena. El carro hizo el sonido típico que ya conocés, que ya esperás cuando estás a punto de apagarlo. Entrás a la galería, te recibe el color blanco, también las formas duras e innegables.
Doblaste a la derecha, caminás sintiendo la madera bajo tus pies, el olor frío de la galería. Llegás a la primera obra, una fotografía, una mujer acostada en una cama, sangre mancha la sábana. La ves unos instantes, respirás, seguís viéndola. No decís nada, solo te quedás ahí, como si cayeran hojas. Pasás a la siguiente obra. Otra fotografía, ves a tu alrededor, las fotografías se acumulan. Comenzás a caminar, ves por pocos segundos cada fotografía, das varias vueltas. Volvés a la primera obra, comenzás a comprender algo. No te lo decís, no te tomas en serio lo que estás pensando.
Igual comenzás a verlo. Se te pinta al frente, los tonos azules y anochecidos de la muerte, la luz cortés que se empeña en disuadirte. Ves frente a vos las fotografías como un naufragio, retratos a medias, segundos robados como alguien podría decir. No les creés. Esto te causa angustia. Te sentís angustiado, no sabés qué hacer, sabés que debés creer la prueba, el cúmulo de evidencia que se te coloca al frente. Pero no podés, negás la existencia de esto, de aquello, de todo lo que se te ha puesto al frente.
Recordás a Kant, pero nunca lo has creído del todo, te ha parecido muy fácil, muy estratégico creerlo. Ya has criticado la razón, pero no ha sido suficiente. Ves al humanismo chorrear por las paredes, podés ver el contorno desdibujado donde se recostaba el racionalismo. Todo pierde su tamaño de siempre, quedan los restos de una palabra.
Apuntás con el dedo a la mujer que sangra en algunas de las fotos, vino este día a darte la razón, pero a vos ya no te importa eso. Está ahí, riéndose, tomando vino, conversando con el artista. Pero también sangra, es violada por un hombre alto y espumoso, también escribe en sus senos palabras de despedida.
Ahora volvés a ver a cualquier lugar de la habitación y todo se vuelve curvo, arrepentido, incapaz. Cerrás los ojos, ahí también encontrás todas las cosas curvas, manoseadas, abiertas. Alguien ha entrado a tu casa, ha colocado las cosas en otros sitios, ha paseado por las calles con tus zapatos, ha utilizado tus manos para juntar del suelo alguna moneda. Ya nada es lo mismo.
Ves ir a los demás hasta la terraza, conversar entre ellos, alguno hasta te llama por tu nombre (ya desconfigurado), pero te quedás en el salón principal, en la galería. Te quedás solo, repasás cada uno de los momentos. La cama húmeda, la ceniza de la tina, el armario perfumado.
En este momento te podría atacar de nostalgia, podrían fotografiar tu pestaña más pequeña y mostrarte que te conocen, pero no cambiaría nada. Continuarías así creyendo que todo es mentira, creyendo que tienes una verdad. Igual seguís equivocado, sos absurdo, pero eso ya no te importa.
Es poco lo que te decís ahora. Las cosas ciertas se te han acabado. Se han partido en varios pedazos inexactos. Ves a los detectives como ciegos sombrerudos, que sufren de fiebres, que tienen sed.
Son las siete y cuarto o eso dice el reloj. El carro está y no está parqueado frente a la casa amarilla, la que se parece a la de tu amiga Jimena.
sábado, 18 de junio de 2011
Silver Screen
Me gustaba pasar el día sentada en el cuarto, también tener la ventana cerca. Ver televisión desnuda, para sentirme en condiciones semejantes. Hoy me lleno de ropa, hoy tampoco veo televisión. La apago y toco una guitarra. Toco mi guitarra que también me gusta. Practico una canción que todavía no es una canción. La repito. A la canción prematura, a la niña, ese paso despacito que doy cuando me quedo en el cuarto. Sentada. Gustando de cosas.
Pero en eso, y siempre pasa, la televisión se prende sola. “Solita te prendés” le digo. Se ve como un árbol negro. Y la canción se acaba o se cae. Nos tropezamos y pronto estamos las dos en el suelo. La canción a mi espalda, yo en el medio. Tirada por meses. La ropa se me cae y se cambia sola. La ventana se cierra y se abre. A veces a la casa le da calor. Ya ha pasado.
Yo espero, ahora con disgusto. Espero mucho tiempo, muchas horas, muchas fracciones de segundo que se sienten largas y tristes. La televisión se prende y se apaga, pero pasa el mismo programa, el mismo show. Las palabras generan un eco cuando la televisión está prendida. ¿Lo oyen? Un eco. Cuando la televisión está apagada yo intento ponerme de pie y casi lo logro, pero siempre el ojo es más rápido.
Una vez, cuando la televisión estaba apagada, vino un hombre. O más precisamente, los zapatos de un hombre. Algunos dijeron que no parecían zapatos de hombre, pero lo eran. Me tomaron por las manos, o lo intentaron, querían ayudarme. Yo no me dejé. No dejo que nadie me toque las manos. Estuvieron caminando largo rato por el cuarto, decidiendo qué hacer.
Se asomaron por la ventana y empezaron a actuar sorprendidos. Señalaban el exterior y gritaban y se reían. Los zapatos son muy astutos, también son muy buenos. Son buenas personas. Solo yo puedo ignorarlos, atrás mío algo se mueve. Se escurre, como dicen.
Va haciendo un sonido lento. Y llega hasta la ventana. Arrastrada. La canción llega arrastrada hasta la ventana. Se deja ayudar por los zapatos, que usan corbatín para presentarse como personas correctas, pero ellos son buenas personas, no correctas. Por eso me gusta ese hombre, el de esos zapatos, que ahora se apodera de la canción y la canta, muy mal, muy feo, pero la canta.
“Desde adentro, podemos ver afuera” dijo el hombre con una voz no muy grave, pero sí un poco torpe “Extraña, extraña” decía mientras sus zapatos veían por la ventana. Entonces yo tenía que decir algo porque me hablaba a mí, veía por la ventana y hablaba. “¿Qué hacés, desconocido?” le dije. Yo también veía hacia afuera.
El ojo de la televisión parpadeaba. Se mecía como un árbol negro. “Es Julio” dijo con su voz. Casi lo pude ver. Me estiré un poco. Rocé las patas de la cama con mis dedos. Luego las toqué. Pasé mi mano por el suelo, poco a poco encontré mi cuerpo. Mis piernas, mi cintura blanqueada por los meses. “También tu mano, que me interesa tanto” dijo con su voz, que puedo hacer mía, como oyen. Me levanté. Lo veía de pie junto a la ventana, subido en una pequeña silla, que se veía vacía, como se ven más lindas.
“¿Ya se va?” le dije. “¿Ya te vas?” me corrigió. Con los ojos cerrados, como hace cuando habla. “Tené paciencia” le dije. “Sí… Protegeme” me dijo. “¿De qué?” pregunté. Esperé unos minutos. Esperé algunos mediodías. “¿De qué?” pregunté.
Los zapatos quedaron vacíos a eso de las tres de la tarde. Cuando el sol comienza a bajar y entra más estática a la televisión. Hace calor, por dicha las ventanas se abren solas. El televisor se mece como un árbol negro y desvelado.
domingo, 29 de mayo de 2011
I
Ahora ya me he levantado de la cama. Me jaló más tu cuerpo, de pie y desnudo en una esquina, que las ganas de vestirme.
Me visto porque así me dijiste que hiciera. Lo hago porque me lo ordenaste. Ahora me detendré un segundo para verte a la cara y sonreírnos. Te miro, con mis ojos de niño, pero vos ya no me ves. Siempre fuiste mi Adam Smith, mi pequeña neoliberal, como te llamaba cuando no estabas.
Ya continúo vistiéndome. Este cuarto está en sombras, pero eso es mejor a que toda luz estuviese apagada, así puedo volverme un momento y verte descalza por última vez. Ahora es sólo tu mitad la que está desnuda, pero es la que más importa. Tu cabello que cae, la espalda que no me verá más. Tus ojos ya sin pasos.
Siempre fuiste mi Adam Smith y yo era una fiebre pasajera.
Ahora me pides que me vaya y yo levanto mi cara con sus ojos de niño, con una sonrisa que se asoma, para que me digás que era mentira, que vos también bromeás.
Pero esto no será así.
Es que las cosas sí duran siempre un poco más de lo que deberían.
Se ha vuelto una tarea infinita amarrarse los zapatos. ¿Por qué nadie ha acabado con este despilfarro de tiempo? Salgo a una calle mojada y oigo cómo se me humedecen los cordones. Ya los pies estarán empapados.
En fin, entro a un bar como nadie ha entrado nunca. Explicarlo resulta difícil. Los bancos son altos y alguien ya se ha caído de ellos, no hoy, tal vez otro día.
Frente a mí esperan que ordene algo de tomar, que solicite a una de las mujeres del lugar o que simplemente me pegue un tiro en la barra. Es difícil durar cuando casi no quedan opciones.
Me levanto y salgo. No soy ninguno de los que ha entrado ahí. Me vierto de nuevo en esa calle ya bailada, tan húmeda que me mojará los cordones y me hará sentarme en su acera. Pifiaré. Estaré acostado en el caño.
Veré la luna.
domingo, 1 de mayo de 2011
Instrucciones para desaparecer el bloqueo de escritor
f.
Yo recomiendo salir de la casa, pero no a caminar y disfrutar de la desgracia que se llama San José, sino caminar con un destino, un supermercado. Cualquiera diría “sí, qué gran idea, un lugar de mucha variedad de objetos y también muy concurrida por gente muy distinta entre sí”, pero no, se equivocan por segunda vez (la primera fue el empezar a leer esto). Al llegar al supermercado, no agarre una canasta, le va a estorbar. Corra y no hable con nadie, no consulte ningún tipo de producto. Probablemente después de dar un par de vueltas por los pasillos, intentando ubicarse en tan indominable ambiente, podrá seguir las instrucciones que siguen.
Tome seis. Tómeselas (pero luego de pagarlas). Tome seis cervezas, de lata, no de vidrio, le van a quitar el raiters blok. No las abra dentro del supermercado. Acepte una bolsa, qué importa el ambiente en este momento. Cárguelas, sienta su peso, sienta el leve frío dentro de la bolsa que roza su pierna cuando sube los escalones hasta su casa. El camino de vuelta es corto porque ya no hay tanta ansiedad. Ya casi. Falta poco.
Tome asiento a la mesa redonda. Puede poner música, pero nada demasiado invasivo. Ahora abra una. Ahora un trago largo. Si no le gusta, no importa. Siga. Otro trago y casi se va la lata. Ahora otra. Suena bien cuando se abre una lata. Suena como el mar dentro de una lata.
Mantengamos silencio. Por uno, dos, trece minutos. Sienta que ya sus pies están abiertos, que sus manos están despreocupadas. Sigue el silencio, pero la presión de las venas va aflojándose. Su cerebro ya no es la materia sólida de las últimas horas, últimas semanas.
Ahora toca la sexta cerveza, la punta del iceberg encima del Himalaya. Ya casi se acaba. Ya lo amargo no es amargo, solo es pesado. Es un líquido pesado. De color dorado, de olor dorado, de sabor dorado.
Usted ya no se acuerda de nada. No se acuerda de dónde está leyendo esto, ha perdido la hoja en la que copió esa serie de instrucciones sin un fin recordable. No se acuerda de donde está. No sabe quién dirigió sus últimas acciones, no fue usted. Pero eso no importa. Usted ya no tiene bloqueo de escritor. No recuerda qué es eso. Usted es libre. Lo será por una hora. O eso, por lo menos, me dura a mí la libertad.
viernes, 25 de febrero de 2011
Me hubiera gustado verte más
domingo, 6 de febrero de 2011
Los aniversarios
domingo, 30 de enero de 2011
Madrid a cuatro grados
y esperar
jueves, 13 de enero de 2011
Me vuelvo a tocar los ojos con la mano
En la mesa el libro y la luz apagada. Me despierta su llamada en el celular, me alumbra el cerebro para no poder dormir más. “Ya casi llego” y hasta ahí. Colgamos y coreográficamente me llevo las manos a la cara. Veo, entre mis dedos, la madera brillante del techo de un cuarto que a veces dudo que sea mío. En cualquier momento podría empacar todos estos libros, llevarme dos o tal vez sólo una almohada, dejar lo demás.
Me toco con la mano los ojos para verificar que estoy despierto. Lo estoy. Pronto va a llegar, enferma y tal vez cansada, con una bufanda en el cuello y un arete en la nariz. Salgo del cuarto y no veo el final del pasillo. Hay dos niños y no recuerdo sus nombres, pero sé que ya los he visto.
Llego a la sala donde una parte de mi familia está reunida. Toman café como los niños juegan, sabiendo que es lo único que hacen bien. Los saludo y sonreímos, yo con la sonrisa de alguien más, tal vez con la del dueño de mi cuarto.
Desde la puerta veo el patio, verde y sano, también el portón blanco, de toda la vida. El sol abunda y son las tres y veinte. Hace poco, cuando me llamó, al fondo pude oír las campanas de una iglesia que tal vez conozco, ya venía cerca. Espero su bus que no sé cual será, llegará en una sombra cuadrúpeda con cara de purgatorio. Destino de todos, llegar en sombras.
Veo la veranera en medio del patio, con la luz del sol en sus flores más altas. Es necesario que esté ahí, porque me permite esperar tranquilo, parpadear sin angustia. Camino hasta la veranera y arranco una flor morada. “Se la daré para que la guarde hasta que se seque y estará bien” pensé, con una sonrisa en la cara, esta vez mía.
Antes de llegar a la veranera la vi llegar, esperar al otro lado de la calle. Ella me vio arrancar la flor mientras esperaba que los carros se acabaran, pero en mi casa y en el mundo los carros no se acaban.
Mientras abría el portón, de reojo la vi lanzarse.
La moto que justo pasaba logró esquivarla, tantas veces que las insulté por su agilidad absurda y ahora todo lo que me regalaba. Algunos segundos más para ella. Que no duraron.
El taxi no logró esquivarla, la impactó a la altura del pecho. Su cráneo casi estalla contra la calle o eso dijeron los “testigos”. Lo que quedó de ella en ese cuerpo se mantuvo hirviendo, por unos segundos, sobre el asfalto calentado por las miradas de los que vieron cómo la bufanda se desprendía de su cuello, repasaba un último movimiento y se acostaba boca abajo.