El mundo se acaba, muchas veces, porque eso es lo que le toca y está bien. No haremos guerras debido a eso, ni siquiera nos diremos frases crueles en tonos cotidianos.
Las cosas, en este mundo y en cualquier otro, cuentan con la característica de la recaída. Ese lapso absurdo e insolente que define la vida útil, que prolonga la vida útil de las cosas. Pero ya estoy hablando de lo que no me interesa, de tus acciones paquidérmicas e inmóviles.
¿Entonces qué me queda si ya no te puedo decir nada? no porque no quiera, tampoco podría decir porque no querás. Me queda faltar a clases, faltar al refugio de los bares, refugiarme en un lugar más pequeño, faltar a la rapidez del mundo, a la asimilación de las cosas, faltar a la superación que cualquier persona sana recetaría.
Pero eso estará bien, no seguir a quienes nunca han estado enfermos.
Puede que esté reaccionando mal, como si estuviera sucio por dentro, como si los ojos se me hubieran llenado de agua y ya no pudiera ver. La culpa la tiene la aritmética, esa gran mentira de la suma de las partes. Tal vez no sea una mentira, tal vez solo me equivoqué de partes.
En este momento, acá dentro estamos muchos. El de los catorce, el de los dieciséis, el de los diecinueve, ahora el de los veintiuno.
Se nos cierran los ojos del cansancio.
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