La autopista se abre bajo el cielo, corriendo rápidamente en todas direcciones. En una dirección. Todavía puedo ver el puesto de policía que había pasado el carro hace horas. Todavía suena su gemido estrecho y desordenado.
Lanzo mi mano con mi brazo al asiento del pasajero y no sé qué siento, no sé qué monumento amasado viaja aquí, a la par mía, añadiendo horas de distancia al último puente, apostando por nuevas memorias benditas, de las futuras y frágiles, tomando mi mano y devolviéndomela acompañada de otra.
Me digo que nada está sucediendo, que el carro todavía viaja desesperado, que esa punta donde veo la autopista acabar no es una punta, sino la cima de un acordeón que se precipita llevándonos. Jalándonos, torciéndonos los pies, poniéndonos cubitos de hielo en la boca, manchas de tinta en los ojos.
Al final no me creo las mentiras del miedo y sigo escribiendo en una hoja arrugada y sucia de comida. Y ahí está la pista, la mancha que delata la compañía, porque yo solo no como, me tomaré una cerveza, pero comer no, no encaro nunca al animal de la comida a solas, no desde España, donde me terminé de romper y por eso manejo ahora, esquizofrénicamente, en esta autopista abierta, donde el cielo se cierra y se abre a cada señal del párpado del más allá.
Los ligamentos rotos y el efecto cebolla en cada uno de los ojos han producido la reeducación, el aprendizaje forzado capaz de la vuelta a casa. La saliva que sostiene la pared de mis manos al volante comienza a detener el auto. Chispas y música caen del cielo abierto.
Curiosamente nos miramos en silencio. Fallo todas las letras de una palabra. Pero me entendés y nadie se defiende. Nadie niega nada. Torpemente no paro de hablar dentro del silencio, para llenarte el cuerpo de todo eso que tal vez olvidaste que soy, las cosas buenas, es decir, la habilidad mediocre para coser, pero habilidad; la ganas de manejar horas para o por vos; también la presión de cada uno de los órganos de mi cerebro, que no sé si sea bueno, pero sigue acá.
La autopista se prolongará lo que desee prolongarse, en forma de collage o en forma de flashback. Poco importa. El carro mantiene la misma gasolina de justo antes de morir. También mantiene su orientación enigmática, casi fugitiva, permitiéndome quitarme los lentes y explorar tus muslos, aunque sea a la distancia y en polaroids robadas. La música de fondo es el cielo abierto sobre la gran autopista y no queda mucho que decir.
No es mucho de lo que te puedo decir que soy dueño, de un perro loco, de algunos pares de zapatos bonitos y muertos, de todos los libros de dentro de este sueño. No sé si sea suficiente, pero ahora soy un poco más dueño de mí mismo.
La autopista se abre desde el ojo hasta cualquier día del mes de Noviembre, en el medio está la nicotina, los edificios, los poemas que citan los vecinos en sus cartas de amor. Junto a nosotros el carro azul de la autopista, las ventanas izadas, la muerte tirada en un lote baldío, el ruido sordo del cielo que cae abierto.
Una niña de pecas se acuesta y la peinan. Su cabello es un círculo muy suave, ya te lo habrás imaginado alguna vez. Cerca, en el jardín, un niño más pequeño juega, junto a la casa que construyó Gustav Klimt al lado del árbol de la vida. Es pequeño y fuerte, corre a todas partes y mira a su mamá como si pensara en zapatos atados y cajas llenas de lluvia. Tenía 147 años, Klimt, cuando construyó esta casa, en el 2009, al lado del árbol de la vida. Vos y yo todavía mantenemos edades similares, como ha sido desde siempre y lo único que te puedo ofrecer es pasarle mis pecas a ella.
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