sábado, 22 de octubre de 2011

En la autopista los animales corren descubiertos

Vamos en un automóvil, haciendo un viaje muy largo. No puedo decir si vamos lejos, pero sí que el viaje será largo. El camino y todo lo que está alrededor se encuentra cubierto de una fina capa de resentimiento.

El clima no es el adecuado para recorrer la autopista. Llueve como si el cielo hubiera entrado en pánico o como si nosotros hubiéramos entrado en el cielo. “Despertá” grito en mi auto. Las ventanas vibran, afuera recorremos las gotas, adentro olvidamos las reglas.

Esta calle, que parece estar perdida, también forma parte de la autopista, a pesar de no tener líneas, a pesar de no tener nombre ni cintura. Dejo que mis ojos se cierren un momento mientras viajamos en la autopista. Sueño con la infraestructura de mi autoexilio, todas las habitaciones vacías, este carro que mira la ruta menos dura y se desliza sobre la lluvia.

Antes, cuando vos y yo íbamos lejos, yo manejaba. Vos decías las cosas que solo vos aprendiste a decir. Sentíamos que el viaje era suficiente para ser felices, no teníamos que llegar a ningún lugar y no lo hicimos y fuimos felices.

Ahora no sé quién maneja. Veo el volante vacío, nadie en él, voy solo en este carro, con tanto cadáver besado, con tanto hueso de almohada.

En algún momento lo correcto sería inclinarnos y ver al otro lado, ver a quién llevamos con nosotros. Quizá vos vas acompañada, en tu auto, que no es tuyo, pero es tuyo porque estás en él. Yo no sé si vas acompañada, solo puedo desear, ¿desear qué? No sé.

Vamos en bestias que se alejan. Las puertas siempre han sido el mecanismo preferido por la violencia.

La autopista no está vacía. Pareciera que nadie más recorre esta tierra inundada, esta tierra de una sola estación. Pero nuestras vidas posibles viajan en otros automóviles. Saliendo del mismo sitio, viajan los trenes de esta ciudad donde la lluvia ha caído por 5 meses (casi ya).

Viaja el tren del vientre, el de la hija, de los pasos fantasmas. También va el tren encarrilado y suicida, el de las cuatro mujeres desnudas, el de las cervezas diarias. También el tren de la sin memoria, el tren del regreso, el tren fácil, el tren del error, el tren de la nostalgia, el tren del “perdoname, ya estoy bien, te amo”, el tren de la mentira, en parte.

Esta lluvia que ha acabado con los bares y con las casas humedece mis cartas. Me obliga a esconderme durmiendo, a no posar los ojos sobre la tierra en la que posás los ojos. Evito que lo último sea lo último. Evito que la última señal de ese viaje sean mis pezones heridos. Las cosas viven hasta cuando se guardan.

El automóvil se sujeta a mis manos cuando el camino nos empuja fuera de la autopista. Mis manos no se comportan como las de un hombre, se mueven vacías e inmaculadas, pero dejan que la guerra tome la autopista. Mis manos matarían a cualquier enemigo que sonría.

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