miércoles, 23 de junio de 2010

Como se construyen los héroes

Cuando Roberto comenzó a caminar por la fría noche del bosque, sintió que todo esfuerzo no serviría de nada. El ruido que hacía la bolsa le pesaba más que cargarla a través del bosque. Cada 5 pasos debía detenerse para tomar un momento y escuchar que nadie lo siguiera. El ruido de la bolsa era como pasos encima del techo o de quien arrastra un cadáver a través de hojas secas.

Todavía en su cabeza retumbaba el sonido de aquella copa rota, rebotando en contra de una gaveta de copas rotas. Todavía podía ver el patrón del piso cerámico, la lucha entre las figuras geométricas, como estas se arrastraban por aquel oscuro baño.

Con el rostro empapado frente al espejo del baño y el rumor que parecía provenir de la bolsa, Roberto decidió asomarse a la realidad, a ver si seguía ahí afuera, con el tiempo que corre. Levantó la bolsa y se la echó al hombro, salió despacito para que su hermano no lo viera y preguntara qué llevaba ahí, salió con cuidado para que su hermano no oyera el ruido de la bolsa que solo retumbaba en su cabeza.

Ya en el bosque, repentinos revoloteos de pájaros lo asustaban, al pasar por un claro creyó ver a uno picoteando la bolsa.

Las raíces parecían salirse del suelo para entorpecer su camino, iban creciendo como peldaños, transformaban el viaje en un ascenso. La luz azul de la luna comenzaba a calar en Roberto más que la leve llovizna.

Cerca del punto del bosque conocido, la bolsa parecía ya no ceder. Parecía que el peso se había triplicado, como si alguien hubiera entrado en la bolsa a acompañar su contenido. Habrá sido que los brazos de Roberto se cansaron.

En la casa ya nadie quería aceptar el charco en medio del piso o calentar la leche de una forma especial. Se miraba todo de una forma distinta, lo frío de las paredes llegaba más rápidamente a los dedos de los pies.

Roberto llegó al claro del bosque donde, como planeado, lo esperaba una pala. Comenzó a cavar una tumba o un acantilado. Debajo de la tierra iban apareciendo piedras que Roberto, mediante un duro esfuerzo, sacaba y amontonaba a un lado. Cuando su rodilla ya estaba bajo tierra, se detuvo y comenzó a observar la bolsa. Poco a poco se le fueron acercando las imágenes que llenaban la bolsa y temió abrirla y no encontrar el por qué de su viaje al bosque.

La enfermedad de papá, la muerte de mi tío, la falta de hombres en el mundo. Cómo van pesando las historias y los tonos de voz. También el nuevo hombre, la figura de mi hermano cada vez mayor y más violento, todos son razones para estar hoy acá, en el bosque, con frío, con miedo.

Cuando comencé a encontrarme solo en el cuarto y me tenía que quedar ahí, decía mamá “Roberto, esto ya pasará. Verás de nuevo como estos objetos despiertan” y guardaba todo en el closet vacío de mi hermana. Afuera pasaba gente que venía a ver a papá, todos entraban muy callados y mi hermana había vuelto a mi casa, que se había sumido en el sueño, en el silencio, clavado en el olvido.

En la bolsa mi perro muerto, los juguetes de mi niñez, las bolas desinfladas, las camisas de barcos o carros o caballos

Y me empecé a dar cuenta de pequeñas señales, la forma en que ahora los hombres de la familia se escrutan el pecho con las puntas de los dedos, la forma en que la muerte es insolente con cualquiera. Ese paso a paso, la forma en que se preguntaban con miedo “¿Hace calor acá o soy yo?”. Fueron meses largos y penosos que culminaron en venir al bosque y aceptar las ráfagas de viento.

La lluvia crecía con su grito ya articulado, penetraba la piel de Roberto, transformaba el color de las cosas y el sonido de su boca. Fue torpe la forma en como tiró el collar y la cadena de su perro, luego el juguete que no tenía cabeza, pero igual era su preferido. Pronto el claro del bosque parecería un campo de batalla, con el agua que chorrea de los árboles y el barro que le sujeta los talones.

Cuantos juguetes aprisionados en estas tumbas, cuantos espíritus de perros libres recluidos ahí, no lo sé, pero cada vez que alguien sale a la calle en el barrio, los demás le preguntan por su señora, por el desempeño del auto con respecto a la gasolina, se preguntan en proporción a su puesto de hombres.

Y ahora el carro que se enciende y cruza la calle. Dobla a mano derecha, cede la vía a un bus, dobla a la izquierda y lo sigue. El bus desacelera, él sabe que pronto se detendrá. Ahora raya al bus, deja atrás al chofer que no lo conoce, acelera. Pasa una cuadra, pasa otra, se mira en el reflejo del retrovisor, se ajusta la corbata, ya ha pasado 3 cuadras más, ahorita llegará a su destino.

Se abre la puerta, Roberto baja y va a la parte trasera del carro, saca su portafolio y camina hacia la entrada del bufete mientras revisa unos papeles. Junto a él pasa un niño, Roberto solo escucha el sonido de una bolsa y se le enfría la piel, busca con la mirada al niño que se cubrirá el corazón de barro.

miércoles, 9 de junio de 2010

Tifus

Vivir mansamente, pero en la noche escribir mientras manejo, tentando matarme. Porque tengo miedo constantemente, la sensación de saber que algo malo me va a pasar.

Me veo a los ojos con aquella leve sospecha de locura. Descalzo de buenos sentimientos. Esperando el día en que todos juntos hablen de mi mortalidad (La necesidad de confirmar nuestros temores).

Porque los 17 dolieron tanto y los 20 serán la misma mierda.