Me gustaba pasar el día sentada en el cuarto, también tener la ventana cerca. Ver televisión desnuda, para sentirme en condiciones semejantes. Hoy me lleno de ropa, hoy tampoco veo televisión. La apago y toco una guitarra. Toco mi guitarra que también me gusta. Practico una canción que todavía no es una canción. La repito. A la canción prematura, a la niña, ese paso despacito que doy cuando me quedo en el cuarto. Sentada. Gustando de cosas.
Pero en eso, y siempre pasa, la televisión se prende sola. “Solita te prendés” le digo. Se ve como un árbol negro. Y la canción se acaba o se cae. Nos tropezamos y pronto estamos las dos en el suelo. La canción a mi espalda, yo en el medio. Tirada por meses. La ropa se me cae y se cambia sola. La ventana se cierra y se abre. A veces a la casa le da calor. Ya ha pasado.
Yo espero, ahora con disgusto. Espero mucho tiempo, muchas horas, muchas fracciones de segundo que se sienten largas y tristes. La televisión se prende y se apaga, pero pasa el mismo programa, el mismo show. Las palabras generan un eco cuando la televisión está prendida. ¿Lo oyen? Un eco. Cuando la televisión está apagada yo intento ponerme de pie y casi lo logro, pero siempre el ojo es más rápido.
Una vez, cuando la televisión estaba apagada, vino un hombre. O más precisamente, los zapatos de un hombre. Algunos dijeron que no parecían zapatos de hombre, pero lo eran. Me tomaron por las manos, o lo intentaron, querían ayudarme. Yo no me dejé. No dejo que nadie me toque las manos. Estuvieron caminando largo rato por el cuarto, decidiendo qué hacer.
Se asomaron por la ventana y empezaron a actuar sorprendidos. Señalaban el exterior y gritaban y se reían. Los zapatos son muy astutos, también son muy buenos. Son buenas personas. Solo yo puedo ignorarlos, atrás mío algo se mueve. Se escurre, como dicen.
Va haciendo un sonido lento. Y llega hasta la ventana. Arrastrada. La canción llega arrastrada hasta la ventana. Se deja ayudar por los zapatos, que usan corbatín para presentarse como personas correctas, pero ellos son buenas personas, no correctas. Por eso me gusta ese hombre, el de esos zapatos, que ahora se apodera de la canción y la canta, muy mal, muy feo, pero la canta.
“Desde adentro, podemos ver afuera” dijo el hombre con una voz no muy grave, pero sí un poco torpe “Extraña, extraña” decía mientras sus zapatos veían por la ventana. Entonces yo tenía que decir algo porque me hablaba a mí, veía por la ventana y hablaba. “¿Qué hacés, desconocido?” le dije. Yo también veía hacia afuera.
El ojo de la televisión parpadeaba. Se mecía como un árbol negro. “Es Julio” dijo con su voz. Casi lo pude ver. Me estiré un poco. Rocé las patas de la cama con mis dedos. Luego las toqué. Pasé mi mano por el suelo, poco a poco encontré mi cuerpo. Mis piernas, mi cintura blanqueada por los meses. “También tu mano, que me interesa tanto” dijo con su voz, que puedo hacer mía, como oyen. Me levanté. Lo veía de pie junto a la ventana, subido en una pequeña silla, que se veía vacía, como se ven más lindas.
“¿Ya se va?” le dije. “¿Ya te vas?” me corrigió. Con los ojos cerrados, como hace cuando habla. “Tené paciencia” le dije. “Sí… Protegeme” me dijo. “¿De qué?” pregunté. Esperé unos minutos. Esperé algunos mediodías. “¿De qué?” pregunté.
Los zapatos quedaron vacíos a eso de las tres de la tarde. Cuando el sol comienza a bajar y entra más estática a la televisión. Hace calor, por dicha las ventanas se abren solas. El televisor se mece como un árbol negro y desvelado.
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