jueves, 13 de enero de 2011

Me vuelvo a tocar los ojos con la mano

En la mesa el libro y la luz apagada. Me despierta su llamada en el celular, me alumbra el cerebro para no poder dormir más. “Ya casi llego” y hasta ahí. Colgamos y coreográficamente me llevo las manos a la cara. Veo, entre mis dedos, la madera brillante del techo de un cuarto que a veces dudo que sea mío. En cualquier momento podría empacar todos estos libros, llevarme dos o tal vez sólo una almohada, dejar lo demás.

Me toco con la mano los ojos para verificar que estoy despierto. Lo estoy. Pronto va a llegar, enferma y tal vez cansada, con una bufanda en el cuello y un arete en la nariz. Salgo del cuarto y no veo el final del pasillo. Hay dos niños y no recuerdo sus nombres, pero sé que ya los he visto.

Llego a la sala donde una parte de mi familia está reunida. Toman café como los niños juegan, sabiendo que es lo único que hacen bien. Los saludo y sonreímos, yo con la sonrisa de alguien más, tal vez con la del dueño de mi cuarto.

Desde la puerta veo el patio, verde y sano, también el portón blanco, de toda la vida. El sol abunda y son las tres y veinte. Hace poco, cuando me llamó, al fondo pude oír las campanas de una iglesia que tal vez conozco, ya venía cerca. Espero su bus que no sé cual será, llegará en una sombra cuadrúpeda con cara de purgatorio. Destino de todos, llegar en sombras.

Veo la veranera en medio del patio, con la luz del sol en sus flores más altas. Es necesario que esté ahí, porque me permite esperar tranquilo, parpadear sin angustia. Camino hasta la veranera y arranco una flor morada. “Se la daré para que la guarde hasta que se seque y estará bien” pensé, con una sonrisa en la cara, esta vez mía.

Antes de llegar a la veranera la vi llegar, esperar al otro lado de la calle. Ella me vio arrancar la flor mientras esperaba que los carros se acabaran, pero en mi casa y en el mundo los carros no se acaban.

Mientras abría el portón, de reojo la vi lanzarse.

La moto que justo pasaba logró esquivarla, tantas veces que las insulté por su agilidad absurda y ahora todo lo que me regalaba. Algunos segundos más para ella. Que no duraron.

El taxi no logró esquivarla, la impactó a la altura del pecho. Su cráneo casi estalla contra la calle o eso dijeron los “testigos”. Lo que quedó de ella en ese cuerpo se mantuvo hirviendo, por unos segundos, sobre el asfalto calentado por las miradas de los que vieron cómo la bufanda se desprendía de su cuello, repasaba un último movimiento y se acostaba boca abajo.