lunes, 31 de octubre de 2011

Este lugar es enorme

Se han confundido. No comprenden que yo no pido nada, ni siquiera que entiendan mi manoteo desesperado. Actúan como si les hablara a media voz, oyen la mitad de lo que les digo, la mitad de lo que no quieren que les diga. La gente no entiende que yo no escribo para hacer preguntas, mucho menos para manufacturar respuestas. Yo escribo para inundar el laberinto, para revisar las tumbas del cementerio indio bajo la casa.

Juego a disparar pequeñas balas imaginarias que atraviesan el corsé de la memoria. Despacio, intento derretir el olvido, pero siempre consciente de lo inadmisible de mi propuesta: Revisitar espacios fragmentados por las ramitas de la nostalgia.

Hace meses tuve que abandonar la casa porque me lo pediste. Y no es una queja, es una verdad. Probablemente tenías tus razones. Pero las razones nunca son suficientes para destituir al niño que no había acabado de jugar y obligarlo a escribir ficciones, cosas que hace mucho no recordaba.

Yo no sé, mirá, hace más o menos un año comencé a enfermarme por primera vez y viniste con tu familia a ver al monstruo triste y barato tomar jugo de uva. ¿Qué quiere decir eso? Poco, pero recurrir a lo evaporado ciertamente no daña a nadie.

Pronto tu familia se fue y quedé yo y quedamos solos nosotros dos, sobre la almohada, en el suelo, disfrutando las paredes de mi cueva, que ahora es blanca y no llegaste a conocer. Mis papás se desentendieron de nosotros durante ese tiempo, como hacía yo con el mundo cuando estabas vos. Nos querían mucho y a veces te extrañan más que yo, y me lo dicen, porque son egoístas, y me dejan tirado sin ganas de dormir, ahogándome en la vergüenza de la medianoche. Pero esos momentos también pasan y cada vez me hablan menos de vos y ahora queda poco. Yo me escapé solo un instante y de repente ya estábamos muertos. El amor poco a poco se va convirtiendo en una tarjeta postal.

Yo creía que era un niño bueno. Que la antagonía que vivíamos a veces, no sería suficiente, que siempre quedaría algo que podríamos juntar y usar. Las horas de pensar en vos obstinadamente significan poquísimo para este ritual de paso, para este diálogo de sombras, vos que siempre supiste olvidar rápido, yo que nunca he podido controlar la sucesión del tiempo, el segundo que se derriba sobre su vecino, el año que agota la esperanza y da paso a la máquina psicoanalítica que intenta limpiar la tierra. Se llama Mario, seguro te caería bien.

No todas las muertes matan. Muchas transforman al cuerpo en un bloque solemne, pero también hay algunas que sanan o intentan sanar el dolor desconocido y temible que se lleva por dentro. Eso es lo que creí que era importante, el intento por sanar lo que estaba mal, lo que se esconde en el cráneo y habla y mira y toma decisiones y abraza y mata y se deja matar.

domingo, 30 de octubre de 2011

Hora triste para seguir jugando

Alguna vez dijeron que únicamente los muertos no pensaban. Qué mentira. A mí la mente me ha quedado intacta.

Un año pasa. Sigo viendo el mismo lado del bar, izquierdo y azul, por el que ella se fue. Sin cólera veo la forma en la que seguimos siendo lo mismo. El mismo movimiento de las manos, el ritmo de los ojos, de nuevo las manos. Pero sin sentir ya el espejo, ni la cascara de los huevos del desayuno hipotético.

¿El saldo del año? Podría decir “números negativos”, pero quedaría debiendo. ¿Y quién lleva la cuenta? Tal vez mis papás, que ven en Facebook lo mismo que yo pero no lo aceptan. Lo mismo que yo.

No veo la cara del suplente por acá y qué dicha.

Llamo al director técnico del equipo de mi colegio y no sabe qué decirme. Llamo al entrenador de la escuelita de fútbol a la que iba los domingos. No se acuerda de mí. Yo, de nueve años, soy solo otro par de piernas de pestañas pequeñas. “Los suplentes nunca duran” – solo eso me dice. Su experiencia empírica me deja menos triste, pero yo ya perdí la guerra, por combustión espontáneamente.

Las numerosas mesas por las que he pasado en estos meses no trazan una dirección, ni siquiera una señal que parezca acercarme devuelta a la población del mundo. Me mantengo variando de futuro porque a veces talar algo resulta un placer irrenunciable, que nunca ayuda.

De alguna forma llegará el año nuevo, lo quiera o no.

La rebelión de la rebelión aparece, resulta en abrazos que sacuden cada punto de los ojos. Ese abrazo nos lo debíamos. Nadie llama al deseo, pero aparece de oreja a oreja. Los muertos vivientes suenan de fondo.

La mirada cae desde un árbol al frente de los pasos. La retina se incrusta, como queriendo cerrar los ojos o salir corriendo. En el espejo del baño escupo la pregunta inaudible. Y salgo pronto de la casa donde oigo hablar de mí.

sábado, 22 de octubre de 2011

En la autopista los animales corren descubiertos

Vamos en un automóvil, haciendo un viaje muy largo. No puedo decir si vamos lejos, pero sí que el viaje será largo. El camino y todo lo que está alrededor se encuentra cubierto de una fina capa de resentimiento.

El clima no es el adecuado para recorrer la autopista. Llueve como si el cielo hubiera entrado en pánico o como si nosotros hubiéramos entrado en el cielo. “Despertá” grito en mi auto. Las ventanas vibran, afuera recorremos las gotas, adentro olvidamos las reglas.

Esta calle, que parece estar perdida, también forma parte de la autopista, a pesar de no tener líneas, a pesar de no tener nombre ni cintura. Dejo que mis ojos se cierren un momento mientras viajamos en la autopista. Sueño con la infraestructura de mi autoexilio, todas las habitaciones vacías, este carro que mira la ruta menos dura y se desliza sobre la lluvia.

Antes, cuando vos y yo íbamos lejos, yo manejaba. Vos decías las cosas que solo vos aprendiste a decir. Sentíamos que el viaje era suficiente para ser felices, no teníamos que llegar a ningún lugar y no lo hicimos y fuimos felices.

Ahora no sé quién maneja. Veo el volante vacío, nadie en él, voy solo en este carro, con tanto cadáver besado, con tanto hueso de almohada.

En algún momento lo correcto sería inclinarnos y ver al otro lado, ver a quién llevamos con nosotros. Quizá vos vas acompañada, en tu auto, que no es tuyo, pero es tuyo porque estás en él. Yo no sé si vas acompañada, solo puedo desear, ¿desear qué? No sé.

Vamos en bestias que se alejan. Las puertas siempre han sido el mecanismo preferido por la violencia.

La autopista no está vacía. Pareciera que nadie más recorre esta tierra inundada, esta tierra de una sola estación. Pero nuestras vidas posibles viajan en otros automóviles. Saliendo del mismo sitio, viajan los trenes de esta ciudad donde la lluvia ha caído por 5 meses (casi ya).

Viaja el tren del vientre, el de la hija, de los pasos fantasmas. También va el tren encarrilado y suicida, el de las cuatro mujeres desnudas, el de las cervezas diarias. También el tren de la sin memoria, el tren del regreso, el tren fácil, el tren del error, el tren de la nostalgia, el tren del “perdoname, ya estoy bien, te amo”, el tren de la mentira, en parte.

Esta lluvia que ha acabado con los bares y con las casas humedece mis cartas. Me obliga a esconderme durmiendo, a no posar los ojos sobre la tierra en la que posás los ojos. Evito que lo último sea lo último. Evito que la última señal de ese viaje sean mis pezones heridos. Las cosas viven hasta cuando se guardan.

El automóvil se sujeta a mis manos cuando el camino nos empuja fuera de la autopista. Mis manos no se comportan como las de un hombre, se mueven vacías e inmaculadas, pero dejan que la guerra tome la autopista. Mis manos matarían a cualquier enemigo que sonría.

lunes, 3 de octubre de 2011

Mute 2

Lo primero es simple, me das tu mano y yo la pongo entre las mías. La observo, le enseño a decir un par de cosas. Jugamos a no mirar a la máquina del tiempo. Todo va bien, por un momento la forma del mundo es la correcta. Pero luego, esta tierra nos golpea con los ojos y te caés de cabeza sobre tu cabeza y la paloma me corta un dedo. Me muerde con el pico, me muerde con las alas. Esta paloma muerta es tu mano entre las mías. La he dejado estar ahí mientras una película corría. La dejé que palpitara algunas medias horas, mientras, inofensivamente, setiembre acababa.

Después aparecen como conejos los diálogos oscuros, cuando mis dedos ya no tienen esperanza. Y no hay que llorar por los dedos, a casi nadie le importan ellos. No, no estaremos tristes, mis dedos no sirven para nada, para una o dos cosas solamente. Para medir la dirección del viento o para combatir la soledad, marcando un número de teléfono espontáneo.

En estos diez días que llevamos, hemos terminado diez veces. No lo digo exagerando. Pareciera como si la vacuna contra el suicidio no nos llegó a tiempo. Te pediría que no te dejés morir, que no te tirés en medio del parque a esperar que tus colmillos ahoguen la sustancia viva, pero a mí no me toca pedirte nada. Solo puedo ser otro más que observa la construcción o deconstrucción del aire, de los brazos queridos, de los nombres que susurramos.

Estamos a la espera de la construcción o deconstrucción del cataclismo. Son los momentos poderosos y posteriores a un viaje.

A esta hora solo me abrazan mis dedos, ya más cansados y viejos, pero todavía con un lindo gesto. Como si arrastraran, cada vez, menos cosas pesadas.