Mejor digamos que sí. Que usted dibuja caballos, incesantemente, frenéticamente, furiosamente. Haciendo ruido con los lápices, con los pinceles, con las hojas, rasgando las hojas. Dibujando caballos y sonriendo y rescatando y vibrando y brillando.
Caballos herrumbrados, afeitados, acostados, volando. Caballos con campanas, caballos recibiendo herencias. Caballos de seis patas. Caballos tristes, que toman café, inteligentes e imaginarios, caballos bailando. Caballos en París, caballos bajo puentes, caballos en hoteles. Caballos ignorados, sin sombra, que apuestan en casinos, que se despistan y se hacen polvo.
Caballos románticos que caminan de puntillas mientras buscan un buzón para hacer llegar alguna carta perdida. Escrita y reescrita dentro de las capacidades de un caballo que nunca fue a la escuela, pero que ciertamente conoce el sentido original de algunas palabras.
La idea es que exista la posibilidad del dibujo de caballos. De forma incesante, recurrente, arriesgada.
Caballos que no se acaben para seguir hablando de ellos.
O caballos que no se acaben, solo, para seguir hablando.
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