lunes, 3 de octubre de 2011

Mute 2

Lo primero es simple, me das tu mano y yo la pongo entre las mías. La observo, le enseño a decir un par de cosas. Jugamos a no mirar a la máquina del tiempo. Todo va bien, por un momento la forma del mundo es la correcta. Pero luego, esta tierra nos golpea con los ojos y te caés de cabeza sobre tu cabeza y la paloma me corta un dedo. Me muerde con el pico, me muerde con las alas. Esta paloma muerta es tu mano entre las mías. La he dejado estar ahí mientras una película corría. La dejé que palpitara algunas medias horas, mientras, inofensivamente, setiembre acababa.

Después aparecen como conejos los diálogos oscuros, cuando mis dedos ya no tienen esperanza. Y no hay que llorar por los dedos, a casi nadie le importan ellos. No, no estaremos tristes, mis dedos no sirven para nada, para una o dos cosas solamente. Para medir la dirección del viento o para combatir la soledad, marcando un número de teléfono espontáneo.

En estos diez días que llevamos, hemos terminado diez veces. No lo digo exagerando. Pareciera como si la vacuna contra el suicidio no nos llegó a tiempo. Te pediría que no te dejés morir, que no te tirés en medio del parque a esperar que tus colmillos ahoguen la sustancia viva, pero a mí no me toca pedirte nada. Solo puedo ser otro más que observa la construcción o deconstrucción del aire, de los brazos queridos, de los nombres que susurramos.

Estamos a la espera de la construcción o deconstrucción del cataclismo. Son los momentos poderosos y posteriores a un viaje.

A esta hora solo me abrazan mis dedos, ya más cansados y viejos, pero todavía con un lindo gesto. Como si arrastraran, cada vez, menos cosas pesadas.

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