Alguna vez dijeron que únicamente los muertos no pensaban. Qué mentira. A mí la mente me ha quedado intacta.
Un año pasa. Sigo viendo el mismo lado del bar, izquierdo y azul, por el que ella se fue. Sin cólera veo la forma en la que seguimos siendo lo mismo. El mismo movimiento de las manos, el ritmo de los ojos, de nuevo las manos. Pero sin sentir ya el espejo, ni la cascara de los huevos del desayuno hipotético.
¿El saldo del año? Podría decir “números negativos”, pero quedaría debiendo. ¿Y quién lleva la cuenta? Tal vez mis papás, que ven en Facebook lo mismo que yo pero no lo aceptan. Lo mismo que yo.
No veo la cara del suplente por acá y qué dicha.
Llamo al director técnico del equipo de mi colegio y no sabe qué decirme. Llamo al entrenador de la escuelita de fútbol a la que iba los domingos. No se acuerda de mí. Yo, de nueve años, soy solo otro par de piernas de pestañas pequeñas. “Los suplentes nunca duran” – solo eso me dice. Su experiencia empírica me deja menos triste, pero yo ya perdí la guerra, por combustión espontáneamente.
Las numerosas mesas por las que he pasado en estos meses no trazan una dirección, ni siquiera una señal que parezca acercarme devuelta a la población del mundo. Me mantengo variando de futuro porque a veces talar algo resulta un placer irrenunciable, que nunca ayuda.
De alguna forma llegará el año nuevo, lo quiera o no.
La rebelión de la rebelión aparece, resulta en abrazos que sacuden cada punto de los ojos. Ese abrazo nos lo debíamos. Nadie llama al deseo, pero aparece de oreja a oreja. Los muertos vivientes suenan de fondo.
La mirada cae desde un árbol al frente de los pasos. La retina se incrusta, como queriendo cerrar los ojos o salir corriendo. En el espejo del baño escupo la pregunta inaudible. Y salgo pronto de la casa donde oigo hablar de mí.
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