Se han confundido. No comprenden que yo no pido nada, ni siquiera que entiendan mi manoteo desesperado. Actúan como si les hablara a media voz, oyen la mitad de lo que les digo, la mitad de lo que no quieren que les diga. La gente no entiende que yo no escribo para hacer preguntas, mucho menos para manufacturar respuestas. Yo escribo para inundar el laberinto, para revisar las tumbas del cementerio indio bajo la casa.
Juego a disparar pequeñas balas imaginarias que atraviesan el corsé de la memoria. Despacio, intento derretir el olvido, pero siempre consciente de lo inadmisible de mi propuesta: Revisitar espacios fragmentados por las ramitas de la nostalgia.
Hace meses tuve que abandonar la casa porque me lo pediste. Y no es una queja, es una verdad. Probablemente tenías tus razones. Pero las razones nunca son suficientes para destituir al niño que no había acabado de jugar y obligarlo a escribir ficciones, cosas que hace mucho no recordaba.
Yo no sé, mirá, hace más o menos un año comencé a enfermarme por primera vez y viniste con tu familia a ver al monstruo triste y barato tomar jugo de uva. ¿Qué quiere decir eso? Poco, pero recurrir a lo evaporado ciertamente no daña a nadie.
Pronto tu familia se fue y quedé yo y quedamos solos nosotros dos, sobre la almohada, en el suelo, disfrutando las paredes de mi cueva, que ahora es blanca y no llegaste a conocer. Mis papás se desentendieron de nosotros durante ese tiempo, como hacía yo con el mundo cuando estabas vos. Nos querían mucho y a veces te extrañan más que yo, y me lo dicen, porque son egoístas, y me dejan tirado sin ganas de dormir, ahogándome en la vergüenza de la medianoche. Pero esos momentos también pasan y cada vez me hablan menos de vos y ahora queda poco. Yo me escapé solo un instante y de repente ya estábamos muertos. El amor poco a poco se va convirtiendo en una tarjeta postal.
Yo creía que era un niño bueno. Que la antagonía que vivíamos a veces, no sería suficiente, que siempre quedaría algo que podríamos juntar y usar. Las horas de pensar en vos obstinadamente significan poquísimo para este ritual de paso, para este diálogo de sombras, vos que siempre supiste olvidar rápido, yo que nunca he podido controlar la sucesión del tiempo, el segundo que se derriba sobre su vecino, el año que agota la esperanza y da paso a la máquina psicoanalítica que intenta limpiar la tierra. Se llama Mario, seguro te caería bien.
No todas las muertes matan. Muchas transforman al cuerpo en un bloque solemne, pero también hay algunas que sanan o intentan sanar el dolor desconocido y temible que se lleva por dentro. Eso es lo que creí que era importante, el intento por sanar lo que estaba mal, lo que se esconde en el cráneo y habla y mira y toma decisiones y abraza y mata y se deja matar.
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