miércoles, 23 de noviembre de 2011

Hombre sonámbulo


El sueño comienza con un sueño. Estamos, o, primeramente, estoy en un río. Del lado derecho, el suelo se encuentra cubierto de piedras grises y dificultosas. También está mi carro sobre ese extremo del río, que es azul y me da la espalda.

Me doy cuenta que estoy en el agua, verde, de río, agua de tregua. Todo ocurre muy lento, porque estamos hundidos en un sueño, embarrados en una nube de ruido fresco, todo ocurre muy lento. Mi exploración consiste en mi parpadeo.

Lentamente me llamás, sin ninguna palabra de pizarra, con un lenguaje secreto que mira hacia el piso y dice que estás ahí, en el sueño, en el río. Todo está iluminado indirectamente, por eso digo que son las cinco de la mañana o las cinco de la tarde. También el frío, de piernas, no de cavidades, dice que son las cinco de la mañana o las cinco de la tarde. En fin, se puede nadar aquí donde estamos los dos, donde yo ya he descubierto esa figura cierta que sos o que podés ser.

Juguetes, música, eso le haría falta al sueño, porque los dos nos mantenemos sobre este río con las manos vacías, y ansiamos un poco.

Podría recalcar ciertas cosas, como tu cuello lleno de viento ahora en el sueño, como seguro te sucede cuando das los pasos necesarios para cruzar la calle y llegar al punto en el que podré percatarme, solo con verte, que algo se mueve, indeteniblemente, en el espacio.

Luego vino lo demás. Los leones, que eso nadie lo esperaba. En el tiempo, que poco quiere decir, que dura un sueño, nuestra esbeltez recibió visitas. Giré la cabeza hacia el lado izquierdo del río. También ahí había suelo de piedras grises, sin sombra, estáticas, ahí tiradas. Además había una montaña pequeña, que se parece a la de la casa de mi abuela, al otro lado del río.

La montaña, pequeña y acumulada en mi sueño, dejó bajar a 2 leones y 2 leonas, como una familia de amigos. El espectáculo fue lento y ligero, fue natural y silencioso. Nosotros los veíamos desde el río, frío por el color, pero cómodo como lo que se ve en el día y que reemplaza luego estos ojos en la noche.

El agua comienza a subir. Aceleradamente. Si en ese momento hubiera visto a los árboles, probablemente se habrían agitado de una forma oscura. El agua comienza a tocarnos en lugares peligrosos y se empieza a acumular en el medio de nosotros. Los leones dan sus pasos largos y crueles hasta entrar al agua. Caigo en el miedo. Te veo y ya no decís nada, ni te movés. Te dejás apropiar por la erección del río. Mi movimiento de huida no te interesa y te vás perdiendo en el agua del río, que se alimenta de vos. Te sujeto de la muñeca y empiezo a tirar de tu boca, de tus sonidos no conocidos y de tus ojos que ya pronto se sumergirán en sus párpados.

Nos movemos, yo te arrastro, e intento que olvidemos al río. Acaricio la mano blanca esperando que reaccionés, que no estés muerta de sueño, es terrible cómo llueve dentro de las sábanas.

Los leones ya están cerca. Sus cabezas son enormes y empiezan a rozarnos. Todo sucede rápidamente. El cuerpo de uno de los más grandes se pone en el medio, rompe mi mano y te libera. Comienza la gravedad a tirarte al centro del río y a mí a sacarme de él. Me acerco a la orilla, el carro se ha inundado y solo cuenta con un techo azul por encima del nivel del agua. Vos vas bajando gravemente, como si descendieras una escalera submarina, dando pasos, dejando que el agua te despeine, sin decir adiós, sin haber dicho hola, abriendo tu boca a un idioma de pocos.

Te veo desde la orilla seca y ahogada del río. No sé si sabré de vos. Estaré bajo el cielo el tiempo que sigue, mordiéndome los pies secos, viendo desde los puentes el agua de los ríos romperme la paz, en esa ceremonia inútil en la que espero que todos los ríos dején salir algo de ellos.

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