viernes, 24 de junio de 2011

El mito


¿Esta mano, es mi mano o no es mi mano?

Ahora entrás a la galería. Te tocó dejar el carro lejos de la entrada, por la casa amarilla que se parece a la de tu amiga Jimena. El carro hizo el sonido típico que ya conocés, que ya esperás cuando estás a punto de apagarlo. Entrás a la galería, te recibe el color blanco, también las formas duras e innegables.

Doblaste a la derecha, caminás sintiendo la madera bajo tus pies, el olor frío de la galería. Llegás a la primera obra, una fotografía, una mujer acostada en una cama, sangre mancha la sábana. La ves unos instantes, respirás, seguís viéndola. No decís nada, solo te quedás ahí, como si cayeran hojas. Pasás a la siguiente obra. Otra fotografía, ves a tu alrededor, las fotografías se acumulan. Comenzás a caminar, ves por pocos segundos cada fotografía, das varias vueltas. Volvés a la primera obra, comenzás a comprender algo. No te lo decís, no te tomas en serio lo que estás pensando.

Igual comenzás a verlo. Se te pinta al frente, los tonos azules y anochecidos de la muerte, la luz cortés que se empeña en disuadirte. Ves frente a vos las fotografías como un naufragio, retratos a medias, segundos robados como alguien podría decir. No les creés. Esto te causa angustia. Te sentís angustiado, no sabés qué hacer, sabés que debés creer la prueba, el cúmulo de evidencia que se te coloca al frente. Pero no podés, negás la existencia de esto, de aquello, de todo lo que se te ha puesto al frente.

Recordás a Kant, pero nunca lo has creído del todo, te ha parecido muy fácil, muy estratégico creerlo. Ya has criticado la razón, pero no ha sido suficiente. Ves al humanismo chorrear por las paredes, podés ver el contorno desdibujado donde se recostaba el racionalismo. Todo pierde su tamaño de siempre, quedan los restos de una palabra.

Apuntás con el dedo a la mujer que sangra en algunas de las fotos, vino este día a darte la razón, pero a vos ya no te importa eso. Está ahí, riéndose, tomando vino, conversando con el artista. Pero también sangra, es violada por un hombre alto y espumoso, también escribe en sus senos palabras de despedida.

Ahora volvés a ver a cualquier lugar de la habitación y todo se vuelve curvo, arrepentido, incapaz. Cerrás los ojos, ahí también encontrás todas las cosas curvas, manoseadas, abiertas. Alguien ha entrado a tu casa, ha colocado las cosas en otros sitios, ha paseado por las calles con tus zapatos, ha utilizado tus manos para juntar del suelo alguna moneda. Ya nada es lo mismo.

Ves ir a los demás hasta la terraza, conversar entre ellos, alguno hasta te llama por tu nombre (ya desconfigurado), pero te quedás en el salón principal, en la galería. Te quedás solo, repasás cada uno de los momentos. La cama húmeda, la ceniza de la tina, el armario perfumado.

En este momento te podría atacar de nostalgia, podrían fotografiar tu pestaña más pequeña y mostrarte que te conocen, pero no cambiaría nada. Continuarías así creyendo que todo es mentira, creyendo que tienes una verdad. Igual seguís equivocado, sos absurdo, pero eso ya no te importa.

Es poco lo que te decís ahora. Las cosas ciertas se te han acabado. Se han partido en varios pedazos inexactos. Ves a los detectives como ciegos sombrerudos, que sufren de fiebres, que tienen sed.

Son las siete y cuarto o eso dice el reloj. El carro está y no está parqueado frente a la casa amarilla, la que se parece a la de tu amiga Jimena.

sábado, 18 de junio de 2011

Silver Screen

Me gustaba pasar el día sentada en el cuarto, también tener la ventana cerca. Ver televisión desnuda, para sentirme en condiciones semejantes. Hoy me lleno de ropa, hoy tampoco veo televisión. La apago y toco una guitarra. Toco mi guitarra que también me gusta. Practico una canción que todavía no es una canción. La repito. A la canción prematura, a la niña, ese paso despacito que doy cuando me quedo en el cuarto. Sentada. Gustando de cosas.

Pero en eso, y siempre pasa, la televisión se prende sola. “Solita te prendés” le digo. Se ve como un árbol negro. Y la canción se acaba o se cae. Nos tropezamos y pronto estamos las dos en el suelo. La canción a mi espalda, yo en el medio. Tirada por meses. La ropa se me cae y se cambia sola. La ventana se cierra y se abre. A veces a la casa le da calor. Ya ha pasado.

Yo espero, ahora con disgusto. Espero mucho tiempo, muchas horas, muchas fracciones de segundo que se sienten largas y tristes. La televisión se prende y se apaga, pero pasa el mismo programa, el mismo show. Las palabras generan un eco cuando la televisión está prendida. ¿Lo oyen? Un eco. Cuando la televisión está apagada yo intento ponerme de pie y casi lo logro, pero siempre el ojo es más rápido.

Una vez, cuando la televisión estaba apagada, vino un hombre. O más precisamente, los zapatos de un hombre. Algunos dijeron que no parecían zapatos de hombre, pero lo eran. Me tomaron por las manos, o lo intentaron, querían ayudarme. Yo no me dejé. No dejo que nadie me toque las manos. Estuvieron caminando largo rato por el cuarto, decidiendo qué hacer.

Se asomaron por la ventana y empezaron a actuar sorprendidos. Señalaban el exterior y gritaban y se reían. Los zapatos son muy astutos, también son muy buenos. Son buenas personas. Solo yo puedo ignorarlos, atrás mío algo se mueve. Se escurre, como dicen.

Va haciendo un sonido lento. Y llega hasta la ventana. Arrastrada. La canción llega arrastrada hasta la ventana. Se deja ayudar por los zapatos, que usan corbatín para presentarse como personas correctas, pero ellos son buenas personas, no correctas. Por eso me gusta ese hombre, el de esos zapatos, que ahora se apodera de la canción y la canta, muy mal, muy feo, pero la canta.

“Desde adentro, podemos ver afuera” dijo el hombre con una voz no muy grave, pero sí un poco torpe “Extraña, extraña” decía mientras sus zapatos veían por la ventana. Entonces yo tenía que decir algo porque me hablaba a mí, veía por la ventana y hablaba. “¿Qué hacés, desconocido?” le dije. Yo también veía hacia afuera.

El ojo de la televisión parpadeaba. Se mecía como un árbol negro. “Es Julio” dijo con su voz. Casi lo pude ver. Me estiré un poco. Rocé las patas de la cama con mis dedos. Luego las toqué. Pasé mi mano por el suelo, poco a poco encontré mi cuerpo. Mis piernas, mi cintura blanqueada por los meses. “También tu mano, que me interesa tanto” dijo con su voz, que puedo hacer mía, como oyen. Me levanté. Lo veía de pie junto a la ventana, subido en una pequeña silla, que se veía vacía, como se ven más lindas.

“¿Ya se va?” le dije. “¿Ya te vas?” me corrigió. Con los ojos cerrados, como hace cuando habla. “Tené paciencia” le dije. “Sí… Protegeme” me dijo. “¿De qué?” pregunté. Esperé unos minutos. Esperé algunos mediodías. “¿De qué?” pregunté.

Los zapatos quedaron vacíos a eso de las tres de la tarde. Cuando el sol comienza a bajar y entra más estática a la televisión. Hace calor, por dicha las ventanas se abren solas. El televisor se mece como un árbol negro y desvelado.