domingo, 5 de agosto de 2012

¿Dónde está Chicho?




Así se llama un cuento para chiquitos que escribí. Es decir, es para mí. A veces me gusta escribir para mí (siempre). No para amigas, pero la verdad eso no importa tanto, tener amigas es bueno. Chicho no tiene la nariz grande, como en algunos dibujos que ilustran el cuento, pero sí los ojos, para verme cuando cierro los míos y digo tonterillas. Decir tonterillas es bueno. Casi nadie escribe para chiquitos, la gente que dice que lo hace no lo hace, son solo gente vieja que cree que los chiquitos son una cosa, cuando son otra. Yo sí conozco gente que escribe para chiquitos en serio, pero ya están muertos. Se murieron a los 25 o 27 y todavía los extrañan en Guatemala.

Yo seguro ahorita me resfrío, estoy en alitas de cucaracha. Yo siempre estoy en alitas de cucaracha. Como cuando manejo y creo que la moto de alguien me sigue. O cuando entro en una rotonda y una grúa grande sin luces acelera y no me quiere ayudar, quiere molestarme, asustarme, gritarme cosas que solo las grúas gritan. “Váyase a la casa” – me gritan. “Sí, para allá voy, ahorita llego, a quinientos metros de acá tengo que doblar a la izquierda, sigo un poquito más y llego” quiero decirles eso, pero mejor no, mejor sigo como si nada, y las grúas grandes sin luces se van y las motos de alguien también se van. No creo que se vayan a donde Chicho, casi nadie sabe donde está Chicho. A veces me dan ganas de preguntarle que dónde está, pero mejor no lo hago, porque seguro es una tonterilla hacerlo, entonces me voy a mi casa y no como nada, porque no consigo amigos que me acompañen a comer y si uno no tiene amigos que lo acompañen a comer eso significa que uno no merece comer, porque ha hecho algo malo, entonces le toca manejar hasta la casa, preguntarse solo dónde está Chicho, qué hizo Chicho hoy, por qué Chicho está allá y no acá cerquita, como me gusta que esté Chicho.

A veces me salen nombres raros cuando escribo, como Jorge. Y entonces me dan ganas de escribir sobre un personaje que se llame Jorge, pero luego me digo que no, por que no sé quien es Jorge. Bueno, tampoco sé muy bien quién es Chicho y acá estoy dándole vueltas a la pregunta. Pero sé cosas de Chicho, como que tiene los ojos grandes y que la gente vieja no conoce esos ojos. Hay que ser pequeñito para conocerlos, poder metérsele a Chicho detrás de la oreja y decirle cosillas.

“Estoy en mi casa”, Chicho no dice eso hoy. Chicho escribe a veces y dice cosas bonitas, pero no las dice en realidad, solo las escribe. A Chicho le cuesta decir cosas bonitas y eso puede preocupar a la gente.

También a veces se le pierden las cosas, pero de eso no trata el cuento, pero es un dato importante, sí sí. Ahí, afuera, en la nieve que no cae pero está, a Chicho se le pueden perder cosas, no porque sea todo blanco, sino porque casi no toma y cuando la gente no toma tiene mayor tendencia a acordarse de que se le olvidó algo. Eso dicen los estudios que yo consulto, que no son muy elevados ni importantes, pero son los que me sirven a mí a esta hora, cuando ojalá Chicho esté durmiendo, en una cama grande y que no se le hayan resbalado las cobijas y que ojalá no tenga zancudos molestando.

Chicho podría contarles sobre otro cuento que escribí pero no sé si lo conoce. Es bonito, habla de un pueblo en otra provincia, donde vive y ha vivido gente. No suena muy bueno, ni muy interesante, y eso está tan bien que no quiero decir más. Ese cuento es una cosa solo para Chicho.

Chicho tiene un secreto que yo conozco un poquito. Está en el interior de sus muslos (alguna gente le llama a eso la entrepierna pero a mí no me gusta ese nombre). No sé quién más lo conozca y espero que nadie más lo conozca y que así ese secreto sea más bonito. A veces me da miedo que nadie pueda lavar mi boca de estas cosas que digo, pero luego se me va el miedo y entonces me doy cuenta que no es un miedo grande que tengo, como los otros que sí son grandísimos y me ponen a decodificar mensajes en la música o en la ropa de la gente y a obsesionarme mucho hasta que me acuerdo de algo bonito y se me va el miedo otra vez y qué dicha. Se pueden construir casas en las pestañas de Chicho.

Yo conozco a otro Chicho que sí se llama Chicho y que no tiene otro nombre más bonito. Me llevaba a desayunar tempranísimo y tenía buses y ahora ya no, pero ahora tiene más plata y ojalá sea feliz. Tiene cara de pez mafioso. Eso me dice mucho y si Chicho conociera a Chicho entendería lo de pez mafioso. Pero Chicho del cuento no tiene cara de pez mafioso, tiene cara de usar vestidos aunque nunca le haya visto uno, tiene cara de juntar frutas secretas que yo no conozco y dármelas luego. Chicho tiene algo en el pecho que no se puede tantear con la mano, algo que uno tiene que escuchar, preferiblemente con la precisión de los simulacros. Solo así uno sabe lo que Chicho, cuando hay una luna enorme en el cielo aunque no se vea, quiere.

En este momento me imagino a Chicho como los últimos ratos de la última vez. Un cigarro en sus labios, mi mano que se esconde debajo de su camisa, que huele a Chicho, mis ojos desconectados de la boca que se esfuerza por hacer un sonido bonito mientras mi mano desabrocha su pantalón. Luego un abrazo que se prolonga hasta que amigos recién hechos se duermen. Me doy cuenta ahora que estoy mezclando momentos con Chicho, pero no importa. Aquel que no entienda lo que es sentir la falta manos para tocar todo lo que es Chicho, por dentro y por fuera, lo digo con grandísima certeza, no mereció el nacimiento.



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