Antes de montarme en este avión, con una maleta que parece llevar algo más que solo ropa, me preguntaron muchas veces que por qué me iba. La única respuesta que me parecía suficiente era, por más dramática que sonara, “¿Por qué quedarme?”. Y no es cuestión de ingratitud o egoísmo, porque la gente rápidamente salta y dice “Tu familia tu novia”. Ellos son tanto de mi vida, que por ser esto así, también son parte de la razón por la que me voy. Me doy cuenta que no se puede razonar con aquellos que no saltarían al vacío solo con una maleta llena de libros tildados con cocaína.
“Por qué irse”. Porque las cosas están mal, porque el país es una mierda, porque la paz es tanta que tanta gente ya no siente nada. Porque no solo el país está mal, también yo estoy mal y me siento como una mierda, que casi es lo mismo que serlo.
Monstruosa patria, sin historia secreta de tantos tachones que le han puesto. Con y sin ríos, con un solo túnel que desfallece eternamente. Es fácil esconderse cuando la muerte es idéntica en todas las calles.
El martilleo constante de este país hace que me sienta como el plato que quedó vacío, con ese resto sucio de las dos gotas que escaparon de la taza. Y la acumulación de las huellas sobre el asfalto que pinta mi casa, las manos azules, las erecciones suicidas. Ese es mi plato vacío, la taza, a medias, de algo que ya se ha enfriado.
Tuviste que venir vos con ese día de la mano, para decirlo a medias, como ahora lo repito. Caminabas o tal vez ya te habías sentado, con cara seria, preocupada, sin saber qué palabras te saldrían de la boca o en qué idioma.
Estábamos en la U, llovía, como hace a veces, para que las cosas tarden, para que lo feo dure. Me tomaste una mano y me dijiste que no te había llegado. No te disculpaste, porque así sos vos y porque estábamos juntos, con las caras tendidas abiertas y el café caliente. Yo seguramente me quedé callado porque nada más se puede hacer y asumí lo que ahora la vida hacía de mí. Te llevé por un helado, compraste de galleta y pronto estabas riendo de nuevo. Somos tanto que nunca hubo que decir que no.
Tenías que venir vos para darme algo verdaderamente mío, para cambiarme todo. Acorralarme, yo con más culpa que vos, si de culpa se puede hablar. Pensé en las reservaciones que se cancelarían, en los 800 euros perdidos, pero nada terrible. Cosas dichosas para el que vuelve a encontrar amigos entre la multitud.
Ya en mi casa, que era un cuarto que me hacía sentir tan solo, no hice más que preguntas. Sin pausa, sin rescate, sin la posibilidad de caerse sobre algo que se pudiera amar.
Me entregué a pensar, porque así soy yo y lo sabés desde hace trece o catorce meses, y la vi. Porque es mujer, te lo digo ahora, porque la primera lo sería. Blanca como yo, linda como vos (tal vez menos cursi que yo, la ayudaría mucho). Con la nariz recta y fuerte, con el pelo oscuro y también los ojos. Sólo podría llamarse Emilia o Eugenia. Podríamos estar los dos en ella, yo en algún lugar, dando pasos.
Conseguí verme de nuevo en el país, con algo que verdaderamente fuera mío, porque sería nuestro, pero también sería mío, porque yo lo ocupo, porque yo ocupo cosas para poder volver de la esquina desde donde veo que la calle ya se acabó.
La necesitaría para recobrar el polvo de los años en Guanacaste o tantos días que terminaban en lluvia, pero que igual volvían a amanecer soleados. Me permitiría volver a este patio donde siempre hay una Iglesia cerca (y tendría que trabajar mucho para que Emilia o Eugenia nunca las conocieran, no sé si lo lograría, porque tu mamá cree cosas y hay hasta 5 cruces en tu cocina, que vos no pusiste pero que igual alguien puso. Mi abuela también podría meter mano)
Entonces sería un vestido blanco y luego uno de quinceaños. Y muchos novios, porque sería tan linda como su mamá, como vos, que recibís lo que escriba, bueno o malo, lo tuyo o de otras, lo real o lo imaginado, lo que me da miedo. Pero una hija no me da miedo, porque estaría acompañado, no sólo por vos, sino por ella. Nadie entenderá lo que es eso. Y una hija y una bici que no la obligaría a aprender y unos zapatos que serían de velcro hasta que ella quisiera y la letra fea y la ropa loca y cuentos y películas y confites y perros y libros (que tal vez sí tendrán cierto grado de obligación). Un hijo sería otros cien pesos.
Y no todo sería bonito, porque así son los proyectos que interesan. A veces llegarías tarde y Eugenia o Emilia ya estaría dormida, yo también, pero más enojado que dormido. Se nos acabaría la paciencia, como pasa para que sea interesante, porque siempre seré indócil, porque hay historias y tinieblas que cumplir. Sólo esperemos que Eugenia o Emilia no le tema a los fantasmas.
Tendría que ser mujer, te lo digo. Porque no cabe otra opción, porque debe tener esa sensibilidad con la que sangrará tanto y que si fuera hombre y tu hijo, no sé si tendría. Además siento que sería mujer, y vos ya sabés que yo adivino esas cosas, como cuando supe que me darías un buen regalo o cuando supe que me darías uno malo.
Y mis papás, no sabés cómo se pondrían, probablemente te asustarías si supieras en qué la estás metiendo, porque apenas les dijera tendrían su cuarto listo y juguetes y hasta un caballo (si todo esto hubiese sucedido hace 20 años). Te digo que es peligroso darle un nieto u otro hijo a ellos, porque sólo ellos, la querrían como yo. Porque vos no sos como yo, que ocupo a alguien que me haga sentir, todavía, parte de este pasillo continental.
Porque ya he dado pasos, quizá hasta tres, lejos de aquí. A veces sé que ya me he ido, como cuando opino en clases o cuando oigo a la gente hablar. Me siento como en el baño de algún hotel, oyendo a la gente hablar. El movimiento es tanto que sé que es un recuerdo, como si ya me hubiera ido.
Por eso necesitaba que me dijeras eso, que tenías un retraso y que yo sintiera, por vez primera, que alguien me esperaba.
Yo ocupaba, ahí está la clave, porque yo sé que vos podés sin mí y que podrías con ella, porque sos vos y no te sentís incómoda con eso que va atravesando el patio de mi pecho. Ahora ya toca la puerta.
Entonces yo me quedaría, para enseñarle a leer, que es lo único que sé hacer. Y ella podría aprender por otro lado otras cosas, a ser feliz, a contar cuentos sin tener que inventarlos a cada momento. Ella me interrumpiría la nostalgia, por muchos años, hasta que ella misma se quisiera alejar de esta mitad de patria. Le llegaría ese momento y yo me ahogaría por días y volvería a recordar cuando la llamé Eugenia o Emilia, tantos años después ya no recordaría el orden. Reconstruiría todo el tiempo que pasamos juntos, serían pequeños suicidios para quedar como un fantasma en carne viva cuando ella se fuera.
Pero igual, me habría quedado y durado aún 20 años más, aquí, para verla crecer y cuando ella se fuera te tendría a vos para la oscuridad del cielo y para nuevas situaciones, quizás ya sin padres, pero con un chico de 15 años que daría tantos problemas pero que sería tan inteligente. Tal vez ya me esté adelantando demasiado, pero es que he vuelto a sentir el ahogo que me corre por las uñas y que me transforma el pecho en un hueco húmedo.
Todo esto sería un futuro, me vendría sin excusas, lo afrontaría sin decir nada, como quien reconoce que la mañana inunda y que ya no es hora de dormir.
Un 8 de octubre me dijiste que compraste una prueba de embarazo. Al día siguiente, dijiste que había salido negativa, ya no recuerdo qué día fue.
PD: Y como si esto fuera una carta y no una conversación que tuvimos un día que aún llueve, te digo algo más. Una pregunta que quizá tiene más respuestas, pero sólo una mía:
¿Qué te dejo? Un par de tennis que no te he regalado, las fotos que me tomaste, las líneas de un mail que no te he escrito.