El nombre lo escuché sin entender
de qué me hablaba. Era tarde y no llovía, la luz era primitiva en la
universidad, flotaba. Yo sentía que nos escondíamos debajo de la cama, con el
misterio del Ilppal ahí afuera, del lugar que nunca conocería y que había sido
la vida de ella. Yo me escondía de la idea del Ilppal, del pasado, que si no es
el de uno resulta amenazante, como menos.
“¿Cómo se escribe Ilppal?” – le
pregunté, manteníamos los brazos cruzados, éramos dos figuras precolombinas de
poses ambiguas.
“Así, como se oye” – me dijo. Yo
removía haches mentalmente y comenzaba a caer en cuenta de que la eñe muda y
final nunca fue una posibilidad.
Acá teníamos que esperar un par
de horas a que ya no hubiera presa. No queríamos movernos o yo tenía miedo de que
nos moviéramos. Seguíamos conversando, cada vez de cosas más pequeñas. De la
mano cruzábamos temas peligrosos y ambiguos, de los que no se habla, de los que
uno se lleva a dormir. Yo me esforzaba por hablar como si no estuviera ahí,
decir “Sí, ésa me parece la mejor opción para que vos resolvás aquel problema”.
Me esforzaba por ser una persona que da consejos, que señala y corrige errores,
que pone barreras. Me esforzaba por no estar ahí como yo. Me daba miedo.
“Como en su sueño, a mí también
me da miedo que usted ya no me reconozca, lo de la enagua no me importa tanto”
– le dije, hablando en serio pero intentando ser gracioso, cuando nos
agotábamos, trayendo palabras de conversaciones recientes, no tan pasadas. Ella
quedó en silencio, como quedaba a veces, cuando yo era más oscuro.
El aire se vuelve un muro para
leer su mente. No logro saber lo que piensa, como ahora que se ríe y luego se
disculpa y hace que todo esté bien. Yo estoy echado desnudo sobre la calle y
hablo como llorando, he sido arrojado al mundo dirían los existencialistas.
Ella no puede no conocerme.
Le pregunto cosas de su pasado,
cuidadosamente. El hermano, los papás, los viajes en carro en familia a lugares
que se alcancen cuando se hace de noche.
El terreno neutral se comienza a
acabar, ya se acercan las cosas que no se dicen, las que uno corre el peligro
de expulsar durante este Zeitgeist tibio.
Siento deseos de salir a caminar,
tomo fuerzas y decido hacerlo. Dormirme de camino, con un brazo encima, que
mañana amanezca y sea domingo.
“¿Le puedo contar un cuento? “–
le pregunté sabiendo que no se negaría. Me acerqué a ella dejando de ser dos
que se sienten a la orilla de la noche en un parqueo, la luna llena.
Comencé:
En el Ilppal crece un árbol que casi
nadie ha visto. Nació solo, como el niñito Jesús. Tiene un encierro de madera
alrededor, como un redondel. Como un grupo de gente que lo abraza. Y está bien.
Vive bien ahí el árbol, que no es tan alto como lo son regularmente, pero que
es muy bonito y lo quieren mucho. Tiene hojas verdes que a veces se vuelven
amarillas, como los ojos de los animalitos que vienen a dormir debajo de él,
animalitos de barba y con un ligero olor a alcohol.
Más allá de su vida feliz en el
Ilppal, el árbol tiene un deseo muy grande, que a veces se le olvida, pero eso
no lo hace menos grande. El problema es que está encerrado, tiene un redondel
de manos que lo abrazan y le impiden moverse a veces. No siempre.
El árbol cree que debe mantenerse
firme, pero los animalitos le susurran al oído que no es cierto. Suben hasta su
rama/oreja y le dicen que los médicos han dicho que su salud es buena, que es
flexible, que no tiene que descansar si no lo quiere.
Entonces queda la duda en el
árbol, que busca algo que no sabe qué es, pero que busca algo que debe ser
algo.
Al mediodía llegó un animalito
muy pequeño. Los dedos casi no se le veían, tenía los labios rojos y ojos
grandísimos. Comenzaron a andar.
Comerán pan y atún, pelearán con
perros, harán canciones, ocasionalmente verán un animalito de barba que las
sigue, se percatarán de él por su leve olor a alcohol. Luego no se verán por un
rato, pero ellos estarán bien.