lunes, 23 de febrero de 2009

El tiempo es la mejor pregunta que se le ocurrió a Dios.

Desde que perdió su último concurso, Ignacio renunció a esa vida que tanto perseguía como pintor. No entendía cómo la visión de los jueces estaba tan sesgada y seguían otorgándole los reconocimientos a todos aquellos que pintaban la vida bella, sin las cosas que hacen hervir los ojos.

Todos los días analizaba sus obras mientras revisaba un álbum con fotos de las obras de los ganadores de los concursos en los que había participado y no entendía cómo algo tan grotesco lograba captar la atención de los jueces. Esos paisajes sin ceniza, esas siluetas del sexo, todas esas falsas interpretaciones lo consumían.

Ignacio tomó una decisión, nunca dejaría que nadie, más que él validara sus obras, así que comenzó de nuevo a pintar. Cada día tomaba unas horas para observar sus últimos avances. A veces se despertaba exaltado, se dirigía corriendo al taller y pintaba esa imagen que le acababa de llegar en el sueño, luego se quedaba sentado en el piso, observando el cuadro hasta dormirse del cansancio, en el mismo suelo del taller.

La obsesión con el cuadro se tornaba violenta algunas veces, un fallo en el trazo del carbón, generaba un estado de demencia en Ignacio, tomaba todas sus herramientas y se encerraba en el baño por días, sin ningún tipo de luz, imaginando las herramientas en sus manos.

Ya iban varias semanas desde la última vez que Ignacio salió de su casa, el agotamiento había perdido efecto, su cuerpo funcionaba por pura determinación. Su obra iba progresando, la debilidad de su organismo no se reflejaba en el progreso. Poco a poco, la satisfacción en Ignacio creció, igual que la deficiencia de su cuerpo.

Su voz había perdido todo tono reconocible, sonaba como un murciélago, chillidos agudos eran lo único que su garganta permitía salir. Los músculos habían abandonado su cuerpo y la piel que cubría sus huesos se veía manchada. Los ojos, más allá de cansancio, no revelaban ningún otro sentimiento, pero Ignacio nunca había sentido tanta satisfacción, todo esto en lo que su cuerpo permitía sentir.

Ignacio escribió 3 cartas. Mediante éstas, le solicitaba a las únicas personas con las que había convivido realmente. Una era para su madre, otra para su padrino y la otra para un amigo pintor. En las 3 cartas decía lo mismo, les solicitaba su presencia el martes 23 de abril en la galería C'est la vie en la avenida Tejares.

Con el dinero restante de su herencia, Ignacio había rentado una galería para presentar a “la sociedad” su más reciente y última obra. La organización del evento se hizo mediante cartas, ya que la imagen casi póstuma de Ignacio no permitió ninguna otra forma de comunicación.

La noche antes del evento, Ignacio asistió a la galería a dar los toques finales a la exposición, ésta se constituiría de un único cuadro situado al final de la sala. Una única luz iluminaría la obra al fondo de la sala y el camino hasta ella estaría guiado por pequeñas velas colocadas en el piso de la galería. Luego de ver todo acorde a sus deseos, Ignacio se devolvió a su casa.

El día del evento había sido esperado por muchas con cierta ansia, debido a las conocidas excentricidades del pintor. Todos los invitados asistieron a la exposición, al llegar no encontraron a nadie que les hiciera pasar, así que se veía una gran multitud en las afueras de la galería. 30 minutos después de que la actividad debiera comenzar, el amigo de Ignacio decidió entrar al salón a buscar a Ignacio, pero al entrar y ver la sala en una luz tan tenue, perdió la noción de lo que intentaba buscar y sólo pudo seguir el pasaje de pequeñas velas.

Una a una fue entrando las personas y siguiendo la pequeña vía de velas. Todos comenzaron a rodear la obra y analizar, cada uno con su criterio personal, dónde estaba la belleza de la obra. Todos fueron cautivados por esa visión tan elemental, tan honesta de la vida y de su propia existencia.

El cuadro mostraba la imagen de un hombre desnudo, destruido por la vida y recostado en el piso. En sus ojos había una mirada vacía, la barba estaba dispareja y crecida, las arrugas en su cara eran bruscas, pero hermosas. Las manos se veían cansadas y duras, pero claras. El cuerpo del hombre se veía rodeado de ceniza, de un polvo grasoso que se le aproximaba por todos lados, el cielo brillante, ausente de colores pero algo en él brillaba. La posición del hombre resuelto en la imagen brindaba calma, todos comprendieron que ese hombre ya había tenido su dosis de vida y que la espera de la muerte había drenado todo el dolor de ese cuerpo, y que una vez afrontada la muerte, se disipaba en una paz interior y exterior.

En el borde inferior del marco estaba rotulado el nombre de la obra.

El tiempo es la mejor pregunta que se le ocurrió a Dios.

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