Está aquel restaurante español al
que te quise llevar hace dos sábados. Esquinero y de vidrios amarillos. No
conseguimos lugar ese día, pero creo que esta vez podría reservar una mesa. No
sé, probablemente igual sea difícil. Seguro va a estar llenísimo otra vez, a
los alemanes les encanta ir ahí, pero los dueños son españoles, entonces tal
vez yo podría hablarles en mi hermoso idioma latinoamericano y convencerlos de
que nos dieran una mesa a vos y a mí, les explicaría la gran importancia de que
este jueves compartamos una cena de tapas en su restaurante español.
Además de la reservación, está el
otro asunto. No sé si vas a aceptar mi invitación. Hace ya dos semanas que no
nos vemos. En este tiempo has ido a Berlín y yo a otros lugares, pero igual me
gustaría que cenáramos este jueves. Sé que ahora mi oferta de una cena en un
restaurante español no te sonará tan bien como antes. Seguro que te quedaría
mejor algún sitio elegante de nuestra ciudad, pero yo no conozco ninguno.
Ahora que tenés trabajo (estoy seguro
que tenés, estarían locos si no te ofrecieran un contrato inmediatamente,
después de ver la forma en que tu nariz se eleva. Eso me recuerda algo que te
quería comentar, ahora cuando veo a un amigo oler coca, por un instante la fisonomía
de ustedes dos se acerca muchísimo, entonces estos días viéndolo a él, también te
veo. Y no es tan fácil, mucho tiene que ver mi imaginación, porque podría
resultar que sean cosas realmente opuestas, vos caminando cabeza en alto a las
agencias más importante, él arrodillando su cara contra la mesa de vidrio,
friísima, los ojos que se le borran y que en nada recordarían a las dos líneas
perfectas que son los tuyos. Luego, él se levanta de su cama blanca con
demasiadas ganas de recitar un poema de E.E. Cummings, pero no se le entendería
nada, yo repito la única frase que oí como
preguntándole a alguien si eso es verdad: ¿es el amor más grueso que el olvido?)
Yo puedo apostar a que ahora
tenés trabajo y que seguro te llueven invitaciones a cenas y más los jueves,
pero creo que tenés el chance de hacer lo mismo que hace dos años, cuando
rechazaste la opción obvia, la que todas tus amigas envidiaban, Milán y la
gente bella que no se viste ni comporta como yo, ese día te inventaste otra
opción, la casi desconocida, la de la ciudad tímida, la tuya y mía. Qué dulce
nuestro amor.
A veces creo que te encontrarás
en la ciudad a mi hermana antes que a mí. Eso me entristece, pero tal vez sea
bonito para vos. Le caés bien, me lo dijo, me ha hablado, dice cosas lindas de
vos y yo le digo que tiene razón, que todo es cierto.
¿Debería decirle a ella y al
novio que vayan con nosotros a cenar el jueves? Claro, solo si decís que sí. Ya
otras veces hemos comido juntos los cuatro, yo cocinando para todos, cosas para
hacerte feliz.
Te puedo imaginar ahora como te
verías el jueves, sin un solo cabello de más en tu cabeza, o de menos, sino la
cantidad perfecta. Tus manos, una sobre la otra, escondiéndose, yo buscándolas.
Tras mucho esfuerzo ambos nos rendiríamos y nos dedicaríamos solamente a sentir
la palma del otro, y luego yo optaría por sostener tu cara frente a la mía y
quedarme ahí fijo. Y por más bellas que sean tus tetas, yo no podría apartar la
mirada, la extremidad más importante del cuerpo.
¿Y qué hay de las otras partes? –
seguro dirías.
Pues yo una vez ya te susurré por
qué me gustaba cada una. Te pregunté si a vos te gustaban tus brazos. Me decías
que sí y dabas tus razones, yo luego hacía lo mismo, exponía los argumentos
para demostrar que tus brazos cumplen la misma función que los vitrales en las
iglesias.
Así estuvimos muy bien, montando
esa tabla sobre lo que nos gusta de tu cuerpo. Lo repetiría sin pensarlo,
aunque tal vez añadiría cosas nuevas.
¿Como qué? – pensás
Podría agregar a la lista la
forma en que tus pestañas pueden decir sí o que tu abdomen detiene balas y
cerebros.
Pero, ¿qué hago yo pensando así
en vos, con tantos días entre nosotros? No sé, la nostalgia tal vez, las ganas
de verte. Se me duermen las piernas a veces, solo pensando en vos. ¿Qué te
viene a la mente ahora que te digo que cenés conmigo? Un avión de papel rojo,
puede ser, una casa con todas las películas que querés ver.
Más que todo, me gustaría que durante
la cena me contés sobre tu infancia en Polonia. Por qué usabas siempre dos
trenzas, por qué te hiciste una pava al cumplir los diecinueve. Conversaciones
amenas para un jueves entre amigos. A eso de las nueve seguro ya habremos
terminado de comer, no te pido demasiado tiempo para cenar conmigo.
Ya luego, acostados en mi cama,
sin luz, oscuro todo, sin podernos ver, tocándonos para saber que el otro sí
está ahí y no en otro país. Así debería terminar nuestro jueves, vos diciéndome
cómo hiciste para convertirte en esta chiquita malportada. Yo enseñando a tus
dedos a señalar las partes de mi cuerpo que todavía no conocen “esta es mi
cicatriz de cuando me caí patinando, esta es mi constelación de lunares en el
hombro, por acá respiro, por acá sueño”.
Luego intercambiaríamos roles,
esconderías mi mano en la parte posterior de tu cabeza, soltarías un leve
gemido cuando buscando tu boca encontrara tu oreja. ¿Te gustaría, decime ahora,
irte a dormir oyéndome contar las pecas en tu cara?
Seguro, cuando me oís hablar así
te das cuenta que nunca podrás incluir una foto que yo te haya tomado a tu portafolio
de trabajos y eso está bien, nuestras
fotos no son para nadie más.
Hablando de eso, te cuento, tus
fotos me ponen triste, acá las tengo, junto a la cama. En las mañanas hace frío
y entonces las veo y me arrepiento de cosas. Intento verte a los ojos en tus
fotos y no puedo. Si pudiéramos hablar, ¿qué te gustaría decirme? Estuviste tan
callada esa última noche, me veías y luego dejabas de verme. Había gente con
nosotros.
Pero yo te había dicho que es muy
importante enfocarse en lo bueno, así que ya no hablo de cosas tristes, pienso
en lo bonito que sería estar todos juntos. Te podría volver a contar esas
historias poco adecuadas, que solo se cuentan cuando estamos a punto de decirnos
adiós por un rato largo, historias precalentadas con cervezas. Te volvería a
contar sobre la cadena de eventos que desencadenó el moverme un campo en la
clase para sentarme junto a vos.
Te podría contar también,
mientras cenamos, las cosas nuevas de mi novela, los cambios que nuestros
últimos días provocaron, que me metí en clases de caligrafía para que no te
riás cuando te lleguen mis cartas. Todos los cambios han sido para bien, creo,
te diría eso mientras te sugiero que probés el lomo a la pimienta y te sonría,
a pesar de que ahora esté triste y tenga miedo y esté confundido. Qué dulce
nuestro amor fue.
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