No empieza mal, pero empieza con un gringo
imbécil. O más bien, con alguien que espera a ese gringo. Otro gringo, para ser
específico. Un subnormal, calvo, pro-bush y que no tiene amigos. Por eso se
viene a sentar con nosotros, mientras el gringo imbécil (más imbécil) pesca red
snapper a las 9 de la noche, mientras
nosotros fumamos un cigarro en el corredor del Hostal. “He’s nightfishing” –
dice y a vos te invita a ir a la playa a esta hora, le decís que no, lo jodés,
él no entiendo tus chistes, yo me encuentro incómodo. Él se pasa riendo, yo
mido lo que dice y estoy a la defensiva, espero cualquier desliz, cualquier
palabra que toque un punto sensible para cortarle la cabeza. Vos en una hamaca
que se siente sticky, dirás esto 10 veces más durante la noche, que se
extenderá hasta pasadas las tres. Rotan las personas que nos rodean. Los que
estamos en este viaje juntos, nos vemos obligados a entrar y salir de cuartos
huyendo de los gringos. Jacó es el Puerto Rico de Centroamérica.
Nosotros, al igual que el calvo, esperamos a
amigos, pero los de nosotros sí son de verdad, no son amigos porque nos regalan
marihuana o cerveza, aunque sí lo hagan. Llegan riéndose, estaban en la casa
junto al hostal, compraron mota barata, les trajeron putas por si querían, eran
jóvenes, yo pregunté si se veían putonas y alguien me regañó por la pregunta.
“No, se veían normales” –me respondieron. Yo no conozco a ninguna puta.
Temprano habíamos caminado 50 metros por la
playa para sentarnos bajo un techito, porque yo me quemo. Los otros se pusieron
al sol de las 4 de la tarde a rogar por fuego. No lo consiguieron. Así que
comenzamos la acumulación de cervezas vacías sobre la arena, la repartición de
cigarros que a diferencia de los panes, nunca se multiplican. Por eso mismo, 8
horas después, cuando ya no había gringos a la vista, saldremos vos y yo a
buscar cigarros. Cuando ya estamos en la principal, le preguntás a nadie y no
nos sabe decir, nos dice que tal vez si caminamos 600 metros podríamos
encontrar un súper abierto. Yo digo “jamás”. “¿Jamás qué?” – debiste haberme
preguntado. Caminamos en silencio, cruzamos la calle amplia de Jaco Beach,
entramos a un bar y compramos, por primera vez, cigarros juntos.
Los lapsos en que estamos acompañados y en los
que estamos a solas se intercalan como fragmentos de películas que no se
conocen entre sí. Es decir, a los ojos del espíritu santo, en un momento somos
un grupo de carajillos que experimentan con drogas en la playa, que se asustan
cuando les ofrecen perico, que tienen prohibido preguntar si las putas estaban
ricas. Luego cambia el filme, dos puntitos temporales en la arena no se acercan
mientras caminan pero se ven, en la cabeza de uno suena la banda sonora íntima
de cualquier cabeza, en la otra, no se sabe, fuma sentada en la esquina de
alguna calle, espera el café de la mañana, esa sos vos. Pero la mañana no
vendrá al día siguiente, estamos lejos de casa y probablemente no sepamos cómo llegar.
Mi cabeza es este televisor mal sintonizado donde películas se entrelazan sin
razón evidente.
Cuando veníamos en el carro hacia Jacó decías
poco y creo que yo hablaba mucho,
estuvimos en una presa por cuarenta minutos sin movernos, ahora que digo
esto, ¿de qué estoy hablando? No importa. En la noche, hicimos lo mismo,
quedarte callada es la forma en que decís mi nombre.
Y hay algo de desgastado en esta historia. Las
horas que llegan tarde y se van rápido. Vos y yo, acostados mi cabeza cerca de
tu hombro, tu cabeza flotando, siempre alejándose del suelo. Yo empiezo un
ritual que ya debería odiar, el acercamiento metafísico, eso que vos no sabés,
pero que significa “yo me quedé en tantos cursos”.
La noche, como todo, se acaba. A muchos les dejaría
el sabor a tiempo perdido, porque la idea del beso de cabeza entre Spiderman y Mary
Jane Watson en la primera película, estuvo instalada. Porque los cuerpos
apuntaban en direcciones opuestas, pero las mentes también. Así que el sueño brota
sin que nadie lo vea llegar, mis dedos en tu cuello, repitiendo el movimiento
que nunca aprendieron verdaderamente durante las clases de guitarra. Vos caés
dormida primero, yo me conformo con este tacto unilateral, por darte la
sensación de lluvia en los hombros con mis dedos, mientras la playa camina
hacia atrás, dejándonos.
Al día siguiente todos despiertan en sus camas
a pesar de que una está vacía. Gran misterio para los que no estuvieron ahí.
Nadie dice “desayunemos”, todos tenemos cara de merecer una ducha. Pasamos uno
por uno por esa arcaica máquina contra la goma. Luego ellos se van con vos a la
playa y quedo yo en una de las hamacas, sigue sticky, te digo telepáticamente
mientras estás en la playa no viendo que releo los poemas que ya te leí ayer.
Vuelven en partes, vos primero, luego los
otros. Ya tenemos las cosas listas para irnos, salís con ellos y yo vuelvo para
cometer un crimen. Bueno, no sé si el hurto es un crimen. Un 27 de julio robo
el primer libro de mi vida y es para vos. Siempre supe que ocurriría, pero
nunca imaginé que sería en la playa, en un hostal y que no me lo dejaría yo.
No pude ver tu cara cuando te lo di, manejaba y
debía concentrarme en que nadie nos matara. Ahora imagino el tamaño de tus
ojos, que desde esta distancia adquieren proporciones mitológicas. ¿Te han
dicho, alguna vez, el camino que recorren las mujeres de ojos grandes desde
este lugar donde nacen hasta el país desconocido del que alguna vez salió esa
mujer que nunca fue invitada a jugar? Una lástima, una historia triste. Así
debería comenzar la próxima historia que te cuente, no hablarte sobre perros
que no saben ladrar. Soy torpe y es vano creer que cuando nos volvamos a ver ya
no seré así.
Siento que me faltó hablarte en la noche sobre
un montón de cosas, como del fresco de cas o de mi forma confusa de organizar los
libros. Te digo, ahora, que cuando manejaba espiaba por el retrovisor, jugaba
solo y en peligro cuando cruzábamos el kilómetro 51, ustedes iban tan
tranquilos cantando y yo jugaba solo y con sus vidas, y ¿por qué? Por ver lo que
cantabas en esa, mi esquina buena.