Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte.
Vicente Huidobro
Vicente Huidobro
El señor Kim cruza la calle
corriendo, como si detrás de él viniera la policía norcoreana. Lo espero frente
a un parque que oscureció con gente y caminamos, me dice que le gustaría verme
correr algún día y sonríe, yo no respondo y también sonrío. Me lleva hasta un
punto del parque desde donde se puede oír jazz. Nos sentamos y compartimos un
cigarro. Hace frío y él no se cubrió lo suficiente antes de salir, le presto mi
abrigo, y es un momento un tanto incómodo mientras lo abrazo colocándole mi
jacket, quedamos un rato en esta posición un tanto mística, pero ya no es
incómodo, estamos unos segundos donde debíamos estar.
Intentamos hablar de amigos en
común, pero no hay ninguno o, por lo menos, no cerca. Me cuenta de su casa
paterna, la casa de Appa que es como decir Dad, pero en coreano. Hay policías
cerca y nos ven tomar, pero no dicen nada, saben que hoy son como un gato
triste o un número impar que pasa por el parque.
Le cuento sobre el hombre que
vive por mi casa que tiene un parche en el ojo. Hace poco lo vi y me di cuenta
que está casado y tiene una hija. Él sonríe mucho y tiene colochos como yo no
tengo, “podría ser su amigo” le digo, entonces sonríe, el señor Kim también
está buscando algún amigo.
Se ríe mucho cuando me oye hablar
así y yo también, pero de forma diferente, él me da su cara sin saber que la
disfruto, en cambio yo agacho la mía. Le enseño al piso que yo también sonrío.
“Es raro, dice él, a veces en la
noche me imagino qué me dirían si volviera a allá”. No entiendo muy bien a qué
se refiere así que nada más asiento. Caminamos de vuelta al carro, no tenemos
ningún lugar al que llegar, eso puede resumir la situación entre el señor Kim y
yo, pero ahí seguimos, caminamos de vuelta al carro como si nos fuéramos
separando, ya se desvanece esa tregua de estar sentados los dos muy cerca en el
parque, yo vuelvo al sur, él al norte. Lo acompaño hoy, como me ha gustado
hacer cuando son otras noches, cuando menos ojos nos han visto juntos.
Saliendo del parque nos
encontramos a mis amigos, les digo cosas de las que no me arrepiento, que los odio,
luego rocé inconscientemente la mano del señor Kim que se había puesto rojo
antes de tiempo, previendo el contacto vano, los ojos del pecho sonriendo. No
me arrepiento de nada de este día. Al día siguiente ellos probablemente me
dirán “Qué bueno y dulce es Kim”. Nunca volverán a tener la razón de una forma tan
dolorosa.
El señor Kim dice ser coreano, a
pesar de tener un pasaporte gringo y uno cubano y de no tener los ojos
achinados.
“Pues claro, cómo voy a tener los
ojos achinados si soy coreano” – dice,
no me ve, nada más revisa rápidamente las fotos que ya me va a enseñar. Estamos
en su apartamento, hemos abierto tres portones para llegar hasta acá, la
superficie de las gradas era muy pequeña así que me costó subir. Me ha costado
mucho llegar hasta aquí.
Temprano fui al ciclo de cine
coreano y no lo vi ahí, aunque me hubiera gustado. Debe ser que él no extraña
su patria como yo lo hago, o tal vez porque su nombre es más gringo que
asiático.
“Ésta no sé por qué la tengo, ha
de haber sido alguna demostración militar” – comenta la foto, tres aviones
cruzan el cielo echando mucho humo, es a blanco y negro, pero casi puedo ver
los colores. Uno tiene las alas rojas, el otro se precipita hacia abajo y
parece como si todos se fueran a morir, por un momento me preocupo, pero luego pienso,
al final todos se van a morir.
“Señor Kim, ¿por qué me enseña
esto?” – quiero decírselo pero no lo digo, nada más lo pienso. Él sigue pasando
las fotos, busca algo, me pasa nuevas, un grupo de mujeres norteamericanas, en
un parque, riendo, hay mucha comida, en Corea no hay tanta comida. Al Pacino en
un taxi, ve a la cámara indiferente, el Señor Kim está enamorado de Al Pacino,
me lo dice riéndose. Me gusta cómo se ríe el señor Kim.
Me cuenta que tiene un hermano
que se llama Kim-ki y un primo que se llama Kim-chi, me parece que no me quiere
decir algo y que por eso sigue hablando como si Corea existiera.
Su apartamento es un sitio donde hay
libros míos escondidos debajo de la cama, yo los puse ahí. No sé de qué color
son las paredes, tal vez muy blancas. El piso creo que no es de madera, ni el
techo tampoco, ambos sirven muy bien para reflejar la sombra del señor Kim, que
parece un banco de peces. En una esquina del apartamento hay dos relojes de
arena corriendo, uno contra el otro, pecho a pecho. Hay cosas viejas con cosas
nuevas, como pasa a veces.
“¿Quiere vino? No queda mucho, yo
lo hago, pero hace varios días no hago.” – Se levanta y saca una botella
pequeñita de la refri, que también es pequeñita – “Casi no queda, pero así nos
refrescamos la boca, está hecho de arroz, como el vino coreano.”
“¿Cómo sabe usted tanto de
Corea?” – le pregunto casi sin consciencia de lo que estoy insinuando. No
levanto la mirada pero sé que él me ve asustado, no responde, es muy temprano.
“Ay, qué tarde es” – digo, mientras
apago mi cigarro, nos vemos a los ojos, redondos de ambos, él se pone rojo, yo
lo veo buscar inútilmente una respuesta.
Corro cosas pesadas de mis
párpados, las escondo en otro lugar como si me dijera – “esto lo describiré
después”. A veces parece que nos conociéramos desde antes.
Él no quiere despedirse, me
pregunta si quiero ver las fotografías pornográficas que carga en su billetera.
Por un momento pienso que es una trampa, que lo que está sucediendo tiene
alguna carga perversa. Algo nos ha flotado siempre encima. Lo miro, tiene el
pelo redondo y corto, sus ojos parecen no mentir, como cuando dice que es
coreano, pero aquí ninguno de los dos dice la verdad desde hace rato. Esto se
ha vuelto un juego de quien dura más frente al otro.
Todavía nos podemos comunicar, no
sé cómo es posible.
“Señor Kim, no sé qué hacemos
aquí.”