sábado, 27 de agosto de 2011

Epistolar

Comenzamos a escribirnos cartas durante el día de la boda de alguien. Hacía calor y casi todo se veía feo. Casi todo es una generalización demasiado mezquina con vos, parte importante de la aparición y desaparición de las cosas.

Vos me intentabas hablar de temas más serios cuando nos escribíamos. Hablabas de cosas como el desplazamiento de la placa de Cocos, pero no podíamos seguir ese hilo. Yo derivaba a cosas más naturales, como las mujeres que parecen niños pero que nos gustan así o el repudio hacia alguno o muchos artistas. Ese día aprendí que por virtud o falta mía, seguiríamos derivando.

Las cartas no eran demasiado largas, escritas en una servilleta o en un pedazo de tela, arrancado de algún mantel inocente. Algunas cartas solo lucían cinco letras, inconexas entre sí, pero el hecho de estarnos comunicando, ahí, rodeados de tanta gente, con tanto ruido entre nosotros, nos inquietaba, a los dos, lo sé. Tampoco nos veíamos muchos, estábamos quizá muy alejados, pero sabíamos que el otro estaba por ahí, quizá saludando a algún invitado poco interesante o bajando de un trago la copa de vino. Esto último probablemente habré sido yo.

El salón se dividía de alguna forma a pesar de ser una gran masa blanca. Por un lado la parte del novio, hombres altos y seguros, hombres desagradables. Se les reconocía por la cara de decisión, la calma o el desconocimiento. Todos formaban entre sí la idea del gran hombre, calvo en un futuro próximo, quizá con trabajo, quizá pésimamente juzgado por este ingrato invitado. Del otro lado estabas vos, del lado de la novia, del lado que evitaba que la actividad se convirtiera en un suicidio masivo.

Ahora me doy cuenta que no estaba de ningún lado, tal vez ni siquiera debí haber sido invitado. Yo estaba de mi lado. Al fondo, donde se sientan los que llegan a las fiestas por el licor barato y gratuito. Será por eso que comenzamos a hablar, porque eras lo único de ahí que no parecía licor barato. A diferencia del novio, de los invitados, del lugar, de mí.

Por eso debí hacerlo, tomar un lapicero, sacarle la tinta, llenarla de un material distinto. Escribir. Inventar historias que pudieran captar tu atención, algo tan difícil en ése, tu día especial. De cierta forma lo conseguí. Incluso bailé con vos, la canción después del vals, la que a nadie le importa mucho, solo a mí, que desde entonces no bailo por más licor barato que haya consumido.

Y eso fue todo, las cartas todavía se dan. Tal vez no con la hermosa insistencia de ese día, que parecía como si habláramos, algo que creo que nunca hicimos.

Tus cartas cada vez vienen más ligeras. Alguna vez incluiste mayúsculas. Ese día pude sentir lo que 50 gramos de palabras pueden producir a alguien que se alegra con más frecuencia que con la que es feliz.

domingo, 21 de agosto de 2011

Equina

Mejor digamos que sí. Que usted dibuja caballos, incesantemente, frenéticamente, furiosamente. Haciendo ruido con los lápices, con los pinceles, con las hojas, rasgando las hojas. Dibujando caballos y sonriendo y rescatando y vibrando y brillando.

Caballos herrumbrados, afeitados, acostados, volando. Caballos con campanas, caballos recibiendo herencias. Caballos de seis patas. Caballos tristes, que toman café, inteligentes e imaginarios, caballos bailando. Caballos en París, caballos bajo puentes, caballos en hoteles. Caballos ignorados, sin sombra, que apuestan en casinos, que se despistan y se hacen polvo.

Caballos románticos que caminan de puntillas mientras buscan un buzón para hacer llegar alguna carta perdida. Escrita y reescrita dentro de las capacidades de un caballo que nunca fue a la escuela, pero que ciertamente conoce el sentido original de algunas palabras.

La idea es que exista la posibilidad del dibujo de caballos. De forma incesante, recurrente, arriesgada.

Caballos que no se acaben para seguir hablando de ellos.

O caballos que no se acaben, solo, para seguir hablando.