Mi primo Carlos nació el 18 de Noviembre, el mes de nuestra hija. Todavía hablo de eso, sí, no se me olvida. Vos tal vez ya no te acordás de lo que hablo, porque ha sido de esas cosas que yo me invento, las fechas o las hijas o los hombres ahorcados invisiblemente. Pero bueno, en realidad te hablo de mi primo, del que tal vez no te acordás. Del que, como yo, lleva el nombre de su padre.
Lo que te quiero contar sucedió cuando él acababa de cumplir 26, no sé si antes. Yo era un quinceañero y no te conocía. Mejor que no me conocías, tal vez no te habrías acercado. En esa época yo tenía muchos amigos, era más flaco y casi siempre sonreía. No era quien conocés ahora.
Dejó de hablar, mi primo. Eso es lo que te quiero contar. Se apagó. No sé si de un día para otro, pero pasó. Comenzó a acomodar las partes de su cuerpo como para que no saliera nada(o no entrara nadie). Ni la vista le salía del cuerpo, como si fuera un cofrecito. Empezó a envolverse en algo que nadie comprendió, sus papás ignoraron lo que le pasaba. Su hermana se fue a Estados Unidos y se olvidó de todo. De ella seguro sí te acordás, a veces viene y habla mucho, también creo que se puso tetas. Pero ¿de él te acordás? No es alguien al que la gente recordaría. Es alto, se ve fuerte, pero es tan callado, como un fantasma escondido dentro del pan.
Pero te decía, dejó de hablar. Empezó a pasar más tiempo en su casa, a tomar mucho café, como para llenarse la boca de algo. Dejó de salir en la noche, tal vez por miedo a perderse o desaparecer y que nadie lo recordara. Porque a algunos nos pasa eso, ocupamos que alguien piense en nosotros para no desaparecer. Tal vez alguna vez me viste mirándome las manos, extrañado, confundido, como si viera a través de ellas. Eso pasa.
No tenía amigos y no hablaba. Se calló de un día para otro. Le caducó la tierna boca, de cierta forma. Solo podía repetir frases grises como “buenas tardes, buenas noches, gracias, adiós luna, adiós estrella”. Todo se alejaba cuando él lo veía.
Por eso empezó a atarse a cosas, por miedo. Al principio fue al carro gris oscuro, sudado, cosido a sus manos. Luego a la puerta del frente de su casa, acostado ahí por días. Sus papás, que han ignorado esto olímpicamente, tenían que pasarle por encima. A veces llamaba su hermana desde Estados Unidos y decían que él no estaba, que seguro había salido. Él los oía desde la puerta, los veía con la lengua cortada y vacía.
Sí tuvo un amigo que era sordomudo. No estoy inventando, tampoco mintiendo, esto sucedió así. Alguna vez te dije que yo no mentía y era verdad. Es verdad.
Ya no sé donde está su amigo, se habrá aburrido de hablar por señas. Llegaba a su casa en las tardes. Se les podía ver sentados ambos al frente de su casa. Tan callados, como dos ceniceros viejos. En la familia nadie preguntaba nada, todos recurríamos a la misma almohada para no complicarnos la vida.
Ocurrieron otras cosas, delicadas e imaginarias (en el sentido autobiográfico de la palabra). Se empezó a deconstruír el fondo de su presencia. No volvió a tocar a nadie, ni siquiera a su madre que le decía buenas noches o que le servía pan y café tibio. Nada más tocaba el piso con las suelas de sus zapatos, todo lo demás existía con millones de átomos de por medio. Carlos se transformó en el núcleo de una burbuja gigante, que ya no reía, que lloraba solo en el cuarto, al que ya nadie oía, que cuando sonreía parecía como si se le destruyera la cara.
Ya han pasado seis años desde que todo empezó. Una ex novia suya fue profesora mía de matemáticas. Me contó por qué terminaron, con un tono extrañado en su voz. “Qué raro, Carlos” le dije. Ella ya debe haber olvidado que ese trocito de mi familia, triste y callado, existió. A la familia ya le parece común y ni siquiera ignora el tema. Todos se van a sus casas a hablar sobre lo bien que estuvo Carlitos hoy cuando les saludó de beso o cuando les preguntó por la universidad o cuando dejó huellas tras sus pies. Se duermen tranquilos, dejándonos a él y a mí vestidos de noche negra.
Pero ¿para qué te cuento esto? Probablemente vos también querás dormir una noche tranquila, no pensar en nada que pueda pasarte las uñas por la cara. Te lo cuento porque seguro sé poco de genética, entonces tiendo a conectar cosas que están separadas por más que una escalera invisible. Seguro vos también esperas olvidarme pronto, como a una sábana sangrada y callada.
Nosotros no esperábamos esto. Lo que nos tocó. Esperábamos otras cosas, más comunes, menos inusuales entre la marea de personas que nos rodeaban. Por eso no he podido decirte nada directamente, porque me da miedo, porque a veces creo que mi primo se preguntó las mismas cosas que yo me pregunto.
Te lo diré ahora, pero dejame evitarlo un poco más. Dejame taparme los ojos, construirme un lecho donde acostarme a dormir solo por años, como estos meses largos que han sido, noche a noche, la violenta prescindencia de la posibilidad de sentirme acompañado. Dejame atrasar con impertinencias el momento en que te diga que me está pasando lo mismo que a Carlos o por lo menos eso creo. No sé si es verdad, no sé si esta enfermedad crónica que él se inventó exista, pero parece estar aquí. Partiéndome la lengua, oscureciéndome los ojos, haciéndote decirme que es hora de que todo acabe.
Me ha sido muy difícil venirte a hablar así, como si nada, pero lo tuve que hacer ya que me encuentro amenazado de muerte, por mí mismo. Superar la impotencia es contradecir la vida que me ha tocado. Ahora sin vos, que ya no quisiste saber nada más de esto, culpa mía o culpa tuya. No importa. Yo intento seguir, estoy en la playa y te escribo, me voy a mi casa y te escribo, vuelvo a cada sitio donde alguna vez discutimos y te escribo. Porque ahora mi vida es volver a donde ya estuvimos, en la calle, en la mente.
Sos la ciudad revisitada compulsivamente. Sos esa cosa que se derrumba sobre mis juguetes viejos y nunca empolvados. Sos ese gran miedo que clama largamente. Sos mi embarazo psicológico que palpita muerto, blando y bello. Sos todas las letras con las que se ha escrito y sufrido. Sos la prueba de que alguna vez estuve vivo.
Por mi parte yo ahora lo odio todo. Más que antes. Odio la forma en que la puerta no se cierra como cuando vos estabas en el cuarto. Odio que ninguna almohada haya capturado tu forma. Odio la incesante repetición de sonidos tuyos, de mentiras pornográficas, de miedo, de mucho miedo que me revienta, que me encierra, que me arde en el hueco agudo del asma. Dijera alguien que odio todo lo que te representa a vos, pero eso no es así. Odio la costumbre de verte aquí, pero no a vos. Odio la astucia de la mente que, visionaria y lluviosa, me hace encontrarte en cada metro sin cicatrizar, en cada aire que se va, en cada aire que llega.
Odio cada vez más cosas y esto sí es tu culpa. Que me pusieras a remolcar mi presencia desde donde la dejaste. Que me dejaras frenéticamente pidiéndole sentido a lo que no tiene ni una última vértebra para sostenerse.
Estamos acabados, porque yo no sé volver de la muerte. Estamos acabados, porque seguramente tu cuerpo duerme largamente aliviado.
PD.
Ayer (o algún día parecido) quería comer y estaba en San Pedro. No comí porque todos los lugares me recordaban a vos. Igual hoy en mi casa hicieron fiesta fries. Todo esfuerzo es inútil. De vos nadie se puede esconder. Y pasa todos los días. La música es el caos que te recuerda.
Por eso me pregunto ¿vos pensás en esto? ¿tenés a tu lado el mismo caballo negro que subió las escaleras planas de esta casa?