¿Esta mano, es mi mano o no es mi mano?
Ahora entrás a la galería. Te tocó dejar el carro lejos de la entrada, por la casa amarilla que se parece a la de tu amiga Jimena. El carro hizo el sonido típico que ya conocés, que ya esperás cuando estás a punto de apagarlo. Entrás a la galería, te recibe el color blanco, también las formas duras e innegables.
Doblaste a la derecha, caminás sintiendo la madera bajo tus pies, el olor frío de la galería. Llegás a la primera obra, una fotografía, una mujer acostada en una cama, sangre mancha la sábana. La ves unos instantes, respirás, seguís viéndola. No decís nada, solo te quedás ahí, como si cayeran hojas. Pasás a la siguiente obra. Otra fotografía, ves a tu alrededor, las fotografías se acumulan. Comenzás a caminar, ves por pocos segundos cada fotografía, das varias vueltas. Volvés a la primera obra, comenzás a comprender algo. No te lo decís, no te tomas en serio lo que estás pensando.
Igual comenzás a verlo. Se te pinta al frente, los tonos azules y anochecidos de la muerte, la luz cortés que se empeña en disuadirte. Ves frente a vos las fotografías como un naufragio, retratos a medias, segundos robados como alguien podría decir. No les creés. Esto te causa angustia. Te sentís angustiado, no sabés qué hacer, sabés que debés creer la prueba, el cúmulo de evidencia que se te coloca al frente. Pero no podés, negás la existencia de esto, de aquello, de todo lo que se te ha puesto al frente.
Recordás a Kant, pero nunca lo has creído del todo, te ha parecido muy fácil, muy estratégico creerlo. Ya has criticado la razón, pero no ha sido suficiente. Ves al humanismo chorrear por las paredes, podés ver el contorno desdibujado donde se recostaba el racionalismo. Todo pierde su tamaño de siempre, quedan los restos de una palabra.
Apuntás con el dedo a la mujer que sangra en algunas de las fotos, vino este día a darte la razón, pero a vos ya no te importa eso. Está ahí, riéndose, tomando vino, conversando con el artista. Pero también sangra, es violada por un hombre alto y espumoso, también escribe en sus senos palabras de despedida.
Ahora volvés a ver a cualquier lugar de la habitación y todo se vuelve curvo, arrepentido, incapaz. Cerrás los ojos, ahí también encontrás todas las cosas curvas, manoseadas, abiertas. Alguien ha entrado a tu casa, ha colocado las cosas en otros sitios, ha paseado por las calles con tus zapatos, ha utilizado tus manos para juntar del suelo alguna moneda. Ya nada es lo mismo.
Ves ir a los demás hasta la terraza, conversar entre ellos, alguno hasta te llama por tu nombre (ya desconfigurado), pero te quedás en el salón principal, en la galería. Te quedás solo, repasás cada uno de los momentos. La cama húmeda, la ceniza de la tina, el armario perfumado.
En este momento te podría atacar de nostalgia, podrían fotografiar tu pestaña más pequeña y mostrarte que te conocen, pero no cambiaría nada. Continuarías así creyendo que todo es mentira, creyendo que tienes una verdad. Igual seguís equivocado, sos absurdo, pero eso ya no te importa.
Es poco lo que te decís ahora. Las cosas ciertas se te han acabado. Se han partido en varios pedazos inexactos. Ves a los detectives como ciegos sombrerudos, que sufren de fiebres, que tienen sed.
Son las siete y cuarto o eso dice el reloj. El carro está y no está parqueado frente a la casa amarilla, la que se parece a la de tu amiga Jimena.