jueves, 23 de julio de 2009

Síntomas de habitación

Cuando tocaba su piel era fácil comprender por qué hasta ese momento habíamos guardado silencio. Era fácil apreciar la ausencia de luz, que en el cuarto no hubiera espejos. Teníamos en cuenta muchas cosas que cambiaron hasta ese momento, porque no había sido sencillo traerla hasta aquí, tenerla sujeta a una sábana que bien no pesaba, pero cómo pesaba. Nunca quisimos entender que de entre nosotros surgía algo, pero no, disculpe. Eso no era. Entre nosotros había algo desde antes, mucho antes. No era fácil escucharla quejarse, acordarse de cuando las cosas eran más sencillas, cuando yo no me había refugiado en un libro de poesía, eso fue lo único que yo hice. Leía ese maldito libro cada vez que me acordaba de ella. En este momento intento tocarle el pelo, pero ella se aleja de mi mano y mi mano se aleja de ella. Yo les decía que la culpa la tenía ese libro, pero no, no era eso, la culpa la tuvo una hormiga que subió por su piel un día. Después de eso no la quise volver a tocar jamás. Me daba asco no entender lo que sus lunares significaban. Yo la obligaba a desnudarse y acostarse de espaldas, le contaba sus lunares, los alineaban, los borraba con mi mente para luego dibujarlos con la punta de mi lengua, mientras ella comprendía que yo no sabía dónde estaba.


Le hablé desde la silla que muchas veces colocaba de espaldas, para que no fuera testigo. Le intenté mostrar que la ventana estaba abierta, que la puerta no se había cerrado, pero no, ella había dejado las sandalias perdidas. Tal vez las dejé dentro de ese cuadro, decía y señalaba la silla donde hace instantes nada se había posado.


Un día ella tomó el libro de poesía, lo leyó todo. Cuando llegué al cuarto me esperaba con el libro sobre sus piernas. Nunca me había asustado tanto. Me acerqué, me estremecí al poner mi mano sobre su rodilla, sus ojos buscaban los míos, luego los míos a los de ella, pero jamás iba a ser lo mismo. Yo no logré leer lo que debajo de sus labios se acunaba. Le quité la blusa con precisión de cirujano, luego le arranqué el sostén, ella se dejó hundir entre las sábanas, después se despertó humedecida, se tapó el sexo. Yo estaba a su lado, terminaba de quemar el libro de poesía. Se levantó, se vistió, notó que seguía con el pantalón puesto y por un momento creyó comprender todo. Pasó junto a mí sin decir nada, fue a buscar un espejo. Yo nunca supe cómo usar un espejo. No buscó la puerta y se sentó en una esquina del cuarto, yo en la otra.


Cada cierto tiempo levanto la mirada y la veo buscando su reflejo entre sus manos. Ella se peina con las sombras que se reflejan dentro de sus manos.

domingo, 5 de julio de 2009

Honesto o desnudo.

Te tengo en mi pecho y cabés perfecta. Subís y bajás y no te das cuenta de nada. De que en ese momento te pienso. Para vos la poesía no vale nada en ese momento, los cuerpos hablan y hay que callar para oírlos, pero algo dentro de mí corre más rápido, sacude más fuerte que mi cuerpo, que el tuyo acostado junto a mí.

Desnuda estás más compuesta, complicada, parece que mataras. Que tuvieras algo más, de lo que no te despojás, que no lo veo y que días después me doy cuenta.

Se vuelve muy fácil culpar al tiempo, que cada curva, que cada ángulo, que toda tu piel trae algo más, que no se muestra. Se vuelve muy fácil no saber qué hacer, tener que tomar cada esquina de vos, sabiendo que un círculo te comprende, que no hay tiempo cuando te toco, que da lo mismo que yo esté ahí, que da lo mismo que haga calor, que llueva, que el perro ladre, que calle la música.

A veces da miedo tomarse un momento para pensar “Y ahora qué?”

Es a partir de esos momentos que uno se sincera con todo lo que pocas veces se escucha.